En términos generales, existe en Venezuela la presunción –legítima, por demás- que el proceso revolucionario bolivariano es una realidad consolidada. Su origen parte de la idea, común en muchos, que sólo basta con que Hugo Chávez siga ejerciendo la Presidencia de la República y se aumenten los diversos beneficios socio-económicos patrocinados por su gobierno en pro de los sectores populares secularmente excluidos. Esto facilita que se presenten algunas grietas en el ánimo de algunas personas que bien pudieran ser aprovechados por los grupos minoritarios oposicionistas en su empeño permanente por acabar con el proceso bolivariano. En esta dirección, mucha gente (habituada a recoger los frutos del clientelismo político practicado durante las cuatro décadas de hegemonismo adeco-copeyano) se ve frustrada y resentida porque los nuevos jerifaltes políticos siguen utilizándola en época electoral y, más tarde, los relegan, dejándolos a la intemperie.
Tal situación hace que, tanto el concepto como la práctica revolucionaria, permanezcan en un prolongado estado larvario, apenas boceteados. Muy pocos alcanzan a comprender, al decir de Kléber Ramírez en su libro Venezuela: La IV República, que “no se trata de tomar el poder, se trata de hacer poder desde ya, ahora, contrahegemónicamente como estrategia y ello es una estrategia práctica política nueva, diversa, creadora y activadora”. Para una porción de los muchísimos seguidores de Chávez esto es algo muy complicado y, hasta, estéril, con escasos resultados, aunque admiten que podrá lograrse en un tiempo futuro, no inmediato, lo cual es un contrasentido si hablamos de revolución. En su lugar, ganados por el pragmatismo reformista, trabajan por mejoras parciales, pero sin que ello signifique cercanamente una revolución popular y, menos, una revolución socialista, ya que su interés primordial descansa en satisfacer las demandas populares largamente postergadas. Es lo que podríamos catalogar de revolucionarismo: revolucionarios en el discurso, conservadores en la acción. Esto, más que el imperialismo gringo y las manipulaciones mediáticas de los grupos reaccionarios internos, representa una verdadera amenaza para el proceso revolucionario, ya que es producto o manifestación de la vieja conciencia política desideologizada inducida e impuesta por los sectores dominantes del pasado puntofijista, y que no deja de aflorar en las diferentes instancias gubernamentales así se llamen bolivarianas o revolucionarias, haciendo más difícil (por no decir que imposible) el tránsito a la sociedad de nuevo tipo que se pretende erigir en Venezuela.
Al mismo tiempo, se observa que otros se afanan (aunque sea en tertulias que no tienen su contrapartida práctica) en que el proceso revolucionario venezolano sea paradigma de la revolución mundial. Cuestionan que éste viva una particularidad inédita y esté caracterizado por una heterogeneidad ideológica perjudicial, que no ayuda a definirlo conceptualmente. “Aquellos que esperan ver una revolución social “pura” –diría Lenin- nunca vivirán para verla. Esas personas prestan un flaco servicio a la Revolución al no comprender qué es una revolución”. A pesar de ello, otros se preocupan de tratar de cimentar lo alcanzado hasta ahora, seguros de la inevitabilidad de la revolución en Venezuela, no obstante hallarse en desventaja respecto a quienes ocupan puestos de dirección y a quienes les disputan tales puestos, sin que ello sea indicio alguno de tratar de trascender el marco reformista en que se halla el proceso bolivariano. Su desventaja se produce, entre tantas otras causas, gracias a la dispersión y a la falta de organización de muchos de los revolucionarios, al no saber ocupar los espacios que aquellos han descuidado por su interés en usufructuar, nada más, el poder y en no elaborar una teoría revolucionaria sustentable que le dé vida a sus planteamientos entre las masas populares. Si se consiguiera disminuir esta desventaja cada día, es inevitable que el revolucionarismo ahora dominante termine por ser desplazado, definitivamente, por la Revolución