Para que se produzca y se consolide una auténtica revolución política, social, económica y cultural es preciso crear y expandir -hasta en sus mínimos detalles- las condiciones objetivas y subjetivas que la harán factible. Sin embargo, todo esto no será producto del azar, de una simple evolución de los acontecimientos o de la voluntad de algún líder carismático sino de una nueva cultura que tienda a diferenciarse radicalmente de aquella que ha estado en vigencia desde muchos siglos, la cual legitima el derecho casi sagrado de las clases dominantes a detentar el poder, del que se deriva la división jerárquica entre gobernantes y gobernados, así como también entre explotados y explotadores. Gracias a tal cultura, aceptaríamos sin chistar la subordinación neocolonial de muchas naciones respecto a las potencias hegemónicas del mundo, la discriminación en todas sus expresiones y el fatalismo inculcado entre las personas que les hace ver cualquier cambio como nocivo para sus vidas, llegando incluso a combatirlo fanáticamente.
Recurriendo a lo manifestado por Marta Harnecker en 2014, “se requiere de una nueva cultura de izquierda: una cultura pluralista y tolerante, que ponga por encima lo que une y deje en segundo plano lo que divide; que promueva la unidad en torno a valores como la solidaridad, el humanismo, el respeto a las diferencias, la defensa de la naturaleza, rechazando el afán de lucro y las leyes del mercado como principios rectores de la actividad humana". En consecuencia, la revolución -siendo anticapitalista, antiburguesa y antiimperialista- tendrá que ser una realidad en construcción diametralmente opuesta al orden establecido.
No obstante, aún cuando muchos lo piensen y lo quieran de un modo distinto, este proceso de construcción de una cultura revolucionaria de izquierda no podrá circunscribirse únicamente al país en que ésta se geste. Debería orientarse al logro y enriquecimiento de una visión incluyente, de aceptación de otras manifestaciones de la cultura humana en un sentido general, en pie de igualdad, sin discriminación alguna, todo en función de asegurar el respeto y la comprensión que merecen todos los pueblos del planeta; lo que supondrá, por consiguiente, un cambio profundo en relación a lo que es y ha sido el derecho internacional, ahora gravemente vulnerado por las apetencias e injerencismo imperialistas de Estados Unidos y sus aliados de la OTAN.
Esto exigirá adelantar acciones pedagógicas puntuales que contribuyan a ver en su verdadero contexto la realidad edificada según los patrones eurocentristas y cómo se nutrió el capitalismo desarrollado por Europa y Estados Unidos gracias a la dominación colonial y neocolonial, la explotación de recursos naturales y de mano de obra barata (esclavizada y/o semi esclavizada) y la complicidad cínica de grupos minoritarios de los países periféricos. Por ello, esta cultura de izquierda tiene que trascender lo meramente reivindicativo y local, convirtiéndose en uno de los ejes de la resistencia y de la formación de una conciencia revolucionaria con que contarán nuestros pueblos para defender y preservar su identidad y su derecho a la autodeterminación. De ella deberán surgir los paradigmas nuevos que caracterizarían en lo adelante el modelo civilizatorio que propiciará la emancipación integral de las personas, sin que esto pueda descalificarse desdeñosamente como utopía, ignorando la carga subversiva que la misma implica.
Por demás, sería redundante aclarar que esta cultura de la izquierda revolucionaria abarca algo más que el ámbito intelectual, privilegiándose -en muchos casos- lo que otros mal señalarían de cultura popular como expresión visible de la lucha de resistencia sostenida a través del tiempo por nuestros pueblos frente a la uniformidad implícita que trae consigo la imposición de una única forma de actuar y pensar, en función de los objetivos perseguidos por los grandes centros de poder hegemónicos.