La democracia -llevada a una máxima expresión conceptual, práctica y organizativa- debiera tener como objetivo primordial el establecimiento de una horizontalidad del poder colectivo que ella supone y, por consiguiente, como efecto directo de esta nueva expresión o contexto, la sustitución de las clásicas relaciones de poder instituidas a través del Estado burgués liberal.
Según la define el escritor, antropólogo y abogado argentino Adolfo Colombres en su obra “América latina como civilización emergente”, la democracia “es el gobierno del pueblo, no del hombre-masa. Del pueblo, que es el hombre organizado, pensante, creativo, que defiende como algo muy valioso los lazos morales y de solidaridad”. No basta, entonces, con proclamar y estampar en constituciones y leyes los derechos y la soberanía del pueblo, si éste permanece en una situación pasiva y carente de un proyecto de carácter colectivo que lo motive a actuar en total correspondencia creativa con tales postulados.
Siendo ésta la norma común en nuestras naciones, planear el simple reemplazo (constitucional o por la fuerza) de un régimen por otro, no garantiza que no se dejen vivas las raíces y las razones que detonan cada cierto tiempo la diversidad de conflictos, crisis y contradicciones que envuelven al sistema político, económico, social y cultural en que está sumida la mayor parte de la humanidad. Esto exige un esfuerzo mayor y continuo, acompañado, necesariamente, de un cambio de conciencia. Sin embargo, de seguidas se ha de advertir que dicho cambio de conciencia no se limita (ni debe limitarse) a una fatua acumulación de conocimientos teóricos y a un discurso que así lo certifique. Con ello, hay que enfatizar que no es suficiente enfocarse sólo en el aspecto político y/o económico, como es habitual en cada nación del planeta, lo que limita y, en la mayoría de las veces, obvia la necesidad histórica de trascender, de una manera integral, el sistema por largo tiempo instaurado.
Como se deducirá, el poder popular que emane de este importante y revolucionario hecho histórico tendrá que asumirse con absoluta independencia de las clases dominantes tradicionales, lo que es decir del Estado que las legitima; así como respecto a las lógicas productivas y reproductivas que hasta ahora han sustentado el funcionamiento del régimen capitalista. En este caso, mal que le pese a algunos que se niegan todavía en admitirlo, al unificarse la lucha política (en demanda de un mayor grado de democracia) y la lucha anticapitalista en un mismo frente, habrá que plantearse, simultáneamente, la lucha de clases, lo que se traducirá en la construcción de una nueva hegemonía, en esta oportunidad, de índole realmente popular. No obstante, la misma podría verse entorpecida sino se produce una insurgencia cultural-ideológica permanente y, por extensión, una nueva subjetividad, tanto individual como colectiva. Todo ello implica, a grandes rasgos, darle forma y contenido a una teoría de la democracia que sume los elementos de resistencia y soberanía contenidos en la acción de mandar-obedeciendo, tan lisonjeada en nuestra América, de modo que ella respalde en todo momento la autoridad política del pueblo. -