Yo desperté sobresaltado; estudié rápidamente las posibilidades de huida, mientras allá en la calle, en plena madrugada, el compadre Jesús Gómez golpeaba con fuerza la puerta de mi casa y lanzaba grandes voces.
Él había regresado pocos meses atrás de los horrores de Guasina. Cayó, como tantos, en una de esas aventuras locas que, por orden de la dirección instalada en el exterior, el partido – nuestro partido AD - ejecutaba con obstinada frecuencia. Vino de allá flaco, amarillo y lleno de llagas que su mujer, toda paciencia, trataba con agua oxigenada y unguento Sánalo; sinembargo pocos días después ya andaba en la misma vaina.
No sé como supo que, durante su larga y forzada ausencia que aproveché para crecer y desperdicié en angustiarme con sus propias preocupaciones, ya había entrado en los grupos clandestinos y andaba de arriba abajo de la ciudad, por la orilla del río, en horas nostálgicas, de cuando las plazas están vacías, haciendo contactos y leyendo con avidez folletos de pornografía política que recomendaban como si fuesen la bola del mundo y que hoy me sugieren cursos apretadísimos de magia negra. Ya sabía yo de la arrogancia de la política norteamericana, de sus amapuches con el dictador, condecorado días atrás por John Foster Dulles, jefe de la diplomacia de la Casa Blanca; creía yo en las barbas, bigotes "infalibles" y las medidas inexorables de José Stalin. El libro de Jhon Reed (El Rojo), los "Diez días que estremecieron al mundo", lo leía junto a otros compañeros una y otra vez y aquello nos incitaba al combate.
Y por esa información que de mí obtuvo, por la inexistencia del partido, destruído por ese accionar heroico, pero aventurero e inútil, se llegó hasta la plaza donde yo esperaba que viniese alguien; le acompañaba Juan de Mata, un viejo bravo que había sido su compañero de Guasina y veterano en eso de transportar armas, esconder explosivos y aguardar a la puerta de un cuartel que los soldados se alzasen, lo que se llamaba "un momento dado", en el pedestre lenguaje conspirativo del partido. Por esa fe increíble y disciplina partidista, varios años había vivido en la cárcel y más de una vez le molieron a palos.
Ahora era distinto, en Caracas, desde que Leonardo se encargó de la dirección de la organización, se venía adoptando una conducta diferente. Así lo percibíamos y lo compartíamos nosotros en la ciudad nuestra. La táctica era otra y los viejos, como el compadre y Juan de Mata, empezaban a entender la manera más humana de hacer de los muchachos, que no tenían reparos en unirse a los comunistas e ir tejiendo eso que sería la unidad y envolvería a todos. Fue esa táctica, la de los muchachos, que Simón hizo del Partido, la que dio el impulso a la bola de nieve. Unir al pueblo, movilizarlo en protesta contra el orden, estremecer la sociedad toda, esa era la línea.
El 23 de enero de 1.958, la unidad popular de civiles y militares; de adecos, comunistas, urredistas, copeyanos y la inmensa mayoría del pueblo, que nunca ha tenido partido, concebida por una dirección joven y abnegada, produjo la caída de Marcos Pérez Jiménez.
Esa madrugada, el programa de radio del Partido que se trasmitía desde Puerto Rico en enlace con la Cadena Caracol de Colombia y que el compadre y yo con verdadera obsesión oíamos todas las noches, anunció la huida del dictador en la "Vaca Sagrada".
Cuando ya me disponía a saltar la pared del patio, reconocí la voz del compadre cuando dijo: ¡párese carajo compadre que por fin cayó el hombre!
Todos salimos a celebrar; los de la línea de la unidad tomamos las calles. Poco después decíamos a la gente
"Tranquilícense que ya triunfamos. Dispérsense, váyanse tranquilos", repetíamos sin cesar el compadre, Juan de Mata y yo.
Decíamos eso porque fue esa la línea pusilánime que bajó la dirección, tanto la de AD, pese que al frente de esta estaban muchos jóvenes como Simón Sáez Mérida y también la del PCV. La propia Junta Patriótica, encabezada por Fabricio Ojeda e integrada por miembros de los dos partidos antes nombrados, que eran gente nueva y tenida como más audaz y antimperialista, se hizo eco de aquel infantil llamado. ¡Qué las masas vuelvan a su cauce normal! Para ellos todo estaba resuelto, había caído ¡al fin! la dictadura. Nuestra joven dirección y la del PCV heroico, supieron matar al tigre pero tuvieron miedo al cuero. Por eso a la hora de asumir el poder con aquel enorme respaldo popular, creyeron terminada su tarea y mandaron sus huestes a invernar.
Pero allá arriba no hubo dispersión. Los otros, los de Fedecámaras, los firmantes del Pacto de Punto Fijo, una vez arribado al país, tuvieron cuidado de irse en bloque y directamente a Miraflores. Tomaron el gobierno para sí, se distribuyeron los cargos y curiosamente, las empresas y empresarios que tuvieron participación en el gobierno dictatorial, volvieron a gobernar por intermedio de otros personajes. Fedecámaras sólo tuvo que cambiar de discurso y máscaras. Mientras tanto, todos los compadres, los Juan de Mata y los tipos como quien esto escribe de Venezuela, nos embriagábamos de un triunfo como el agua que se recoge con las manos abiertas.
El gobierno gringo no tuvo excusa para apoyar al nuevo gobierno. No las tuvo porque puso cuidado que las cosas cambiasen para que todo siguiese como venía. Nuestra gente, la dirección, le entregó el "triunfo", que tuvo un alto costo, de manera infantil y demasiada ingenua. Y los errores en política suelen ser demasiados costosos.
Por aquel infantilismo no tardó Betancourt, poco tiempo después, en imponernos la resabida fórmula del FMI; baja de salarios, liberación de precios, disminución de lo que llaman gastos, referido a la inversión en salud, educación y todo lo que tenga que ver con la gente del pueblo. Por lo anterior, no tardamos en volver a lo de antes; persecución, tortura, exiliados, presos políticos en abundancia, asesinatos y entrega de los intereses nacionales al mago que suele "acomodarnos" la vida. Es decir, volvimos a empezar de nuevo, como desde la semilla.