El pragmatismo del sentido común norteamericano, del cual tenemos la más clara expresión en ciertas películas “para la familia” con que nos ha inundado Hollywood, generaliza el uso del calificativo de “loser” (perdedor), casi como un insulto. Ese pragmatismo de masas rinde culto al “éxito” (dinero, amor…y salud para completar el lema de una muy vieja canción) que se puede obtener gracias a ciertas técnicas que se encarga de difundir toda la literatura de autoayuda. La postura antípoda vendría siendo la tradicional cristiana. Según ésta, el “perdedor” (y, en este sentido, nada menos que Dios crucificado, es el máximo perdedor), por el contrario, es un ser que, no sólo demanda nuestra solidaridad y caridad, sino incluso nuestra veneración. Los curas católicos hacen una afirmación que la feligresía acepta sin pensarlo mucho: la victoria de Cristo es la cruz. Algunos evangelistas dicen que no, que la victoria es la resurrección. Pero dejemos hasta aquí esta polémica teológica de fin de semana, que sólo viene a cuento por razones que ya explicaré al final.
A lo que íbamos: abundan los diagnósticos de lo que fue llamado “el proceso bolivariano”. Hay muchos reportajes, artículos, que, en su mayoría hacen un balance más o menos ordenado, con los alcances que permite el género periodístico del reportaje e incluso ciertas publicaciones que pretenden ser académicas. Pero todavía no hay una obra, con un método científico, que dé cuenta del mencionado proceso histórico, por lo menos distinguiendo sus tres dimensiones: como período histórico, como movimiento ideológico y político y como administración de gobierno. De hecho, uno de los reclamos que se han hecho en espacios de debate de las ciencias sociales latinoamericanos, como CLACSO, es que no se ha hecho un balance serio de, no sólo la experiencia chavista, sino la de toda la “Nueva Izquierda Latinoamericana” (o “gobiernos progresistas”) en la que se engloba.
Pero los políticos son gente práctica que requiere dar respuestas rápidas, al día, de efectos prácticos inmediatos además. Aquí tienen éxito (de “likes” en las redes) los “balances” lapidarios: el chavismo fue un fracaso o el fracasado es el imperialismo y sus títeres de la oposición). Los de derecha (englobando aquí, desde los anticomunistas neoconservadores, seguidores de Trump, hasta los socialdemócratas con algo de prurito como Fernando Mires y ensayistas similares), resuelven la cuestión reduciendo el chavismo a una especie de renacimiento de la vieja izquierda de los sesenta, o títere del PC cubano, con lo cual se desentierra el anticomunismo macartista que hoy abunda y tiene amplitud de masas (ese alrededor de 12% de la opinión pública venezolana que clama por una invasión norteamericana).
Mientras, a la izquierda, hay sólo dos posiciones básicas: los que todavía apoyan a Maduro frente a la agresión imperialista y los que, aún rechazando el intervencionismo yanqui, condenan a Maduro por un rosario de… (¿Errores? ¿Deformaciones? ¿Desviaciones? ¿Barbaridades?). Incluso hay una argumentación desde cierta “izquierda” (las comillas las empleo porque los enunciadores se autodefinen así) para apoyar a Guaidó, porque no hay más nada qué hacer, lo cual funciona como el mecanismo tramposo del chantaje polarizador, aquel que sostiene que, si alguien critica a Maduro, apoya a Trump.
Lo que hace más complicada la cuestión, es que la oposición también ha fracasado en lo que ha sido, durante dos décadas, su casi único objetivo: tumbar al chavismo (sea el de Chávez, sea el de Maduro). Aquí la desesperación (muy comprensible y compartida, además) por la ruina en que está quedando el país, no sólo en lo económico que es lo más evidente e indiscutible, sino también en lo social (salud y educación por el suelo), lo institucional, lo moral, y lo cultural en general, guía las reacciones. Porque no son sino eso: reacciones. Los dos lados de la polarización son reactivas, no proactivas, lo cual es una de las tantas formas de decir que ambas son incapaces de salir del atolladero.
La propuesta de un referendo consultivo que abra el camino de unas elecciones generales con un nuevo CNE, propuesta por la Alianza por el referendo Consultivo y recibido con gusto por el grupo internacional de México, Uruguay y demás, tiene la fuerza de la razón, pero también la de la factibilidad que le abre precisamente ese “empate catastrófico”, que es, claro, un asunto de “fuerza” (militar, política, comunicacional), pero igualmente un problema de inteligencia mediatizada (o, mejor, anulada) por la espectacularidad de las redes sociales y, en general, los medios masivos. La vieja advertencia de que los ritmos de la política no son los ritmos de los medios, no se ha considerado entre los dirigentes que han convertido la terquedad, la tozudez y la “obstinación” en una cualidad altamente positiva.
Y en este tema, de verdad, prefiero ser pragmático, que un preso de la teología católica: los perdedores están en los dos extremos de la polarización, en el gobierno y en esta conducción de la oposición (incluido Elliot Abrams). Esos perdedores no merecen nuestra caridad y solidaridad. Para nada.