El destino dramático de los dictadores

El texto que a continuación leerán fue escrito por el historiador venezolano Antonio Arellano Moreno el año 1959, meses después del derrocamiento de la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez. He modificado muy poco del mismo, de manera que la autoría corresponde al profesor Arellano. Su contenido es muy pertinente hoy cuando Venezuela está sometida otra vez a un régimen autocrático, bárbaro, conculcador de libertades, con centenares de presos políticos, con millones de paisanos desplazados fuera del país, con una epidemia de hambre generalizada, destruido su aparato productivo, paralizadas empresas públicas y privadas, destruidas sus escuelas, universidades y hospitales, represión policial y militar desatada sin control ninguno, centenares de muertos en manos de los organismos policiales y militares, salarios paupérrimos, con la inflación más alta del mundo, con corrupción generalizada que ha dilapidado los mayores ingresos fiscales obtenido por nuestro país en toda la historia republicano. Y otra vez son los militares los integrantes y el sostén del gobierno que nos rige.

Leamos entonces este documento denuncia, muy apropiado para las circunstancias del presente nacional.

Muchos venezolanos, juzgando los tiempos de la historia nacional con la misma lógica con que juzgaron los días pastoriles de Juan Vicente Gómez, han llegado a pensar que la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez debió ser también vitalicia como lo fue la del tirano de la Mulera. Pero con tal manera de pensar estos venezolanos olvidan que a los dictadores les sigue un destino fatal, después del aparente esplendor que dan los fusiles y las ametralladoras; que por lo general huyen como piratas perseguidos por la justicia popular o mueren descuartizados en manos del pueblo democrático y justiciero. La tranquila muerte en su lecho principesco del paraguayo Gaspar Rodríguez Francia o la de Juan Vicente Gómez, fueron más bien excepciones en la historia americana, que una ley de aplicación universal. Olvidan también que el contexto de Gómez fue distinto del que tuvo Pérez Jiménez, no obstante que uno y otro pudieron disponer de factores comunes como fue la gran riqueza fiscal derivada del petróleo.

En efecto, Gómez se apodera del poder en tiempos difíciles para la economía; recibe el apoyo incondicional de las grandes potencias lesionadas por el indiscreto Cipriano Castro; se apoya sobre un ejército suyo, y cuando la tenebrosa dictadura hubiera podido hacer crisis porque estaba ya carcomida, empieza a mejorar la vida económica mundial y hace su insurgencia la explotación petrolera. La grandeza fiscal derivada del petróleo, sin antecedentes en la vida nacional, pone en manos del régimen los medios indispensables para multiplicar y acentuar los medios de represión, esencia de toda tiranía, sea ésta de izquierda o de derecha.

El ámbito histórico en que se movía Pérez Jiménez era completamente distinto del que tuvo Gómez. A pesar de la fuerza fiscal, común a los dos tiranos, habían aparecido factores nuevos en el país. Había una mecánica distinta. Se podría decir que eran dos Venezuelas: la pastoril, analfabeta, anarquizada y pobre de comienzos de siglo, y la Venezuela en franco desarrollo económico, con una clara conciencia de su destino y con estamentos sociales en vías de perfección. Ese acelerado crecimiento económico, y la Institución Armada, distintas de las tropas de 1908, llevaban dentro de sí las contradicciones que darían al traste con el sanguinario régimen que, en opinión de los miopes y de los palaciegos, debía ser vitalicio por una fatalidad histórica.

Esa diferencia de momentos históricos es la que les traza distintos destinos a los dictadores. El uno, como Cacaseno o Sancho Panza, oye desde su tumba los rezos prosternados de sus súbditos y siente caer sobre la misma las lágrimas de sus cortesanos; el otro, desde el cielo caraqueño, observa a través de la ventanilla del avión que lo saca del país un 23 de enero, al pueblo lanzado a la calle dispuesto a conquistar su libertad y dicha, y oye sus gritos heroicos que piden su cabeza, esa cabeza del tirano refugiado en ese avión donde huye del país que tiranizó durante una década. En la Maracay de 1935 quedaba la Venezuela pastoril. En la Caracas de 1958 insurgía la Venezuela moderna.

Sin ese conjunto de elementos que acompañaron a Gómez: anarquía, pobreza, ejército, petróleo, que se conjugan y actúan como los músicos de una orquesta, su estrella hubiera seguido la misma órbita que siguieron las de otros tiranuelos. Los talentos políticos de Gómez no fueron superiores ni inferiores a los de un Porfirio Díaz, a los de un Rafael Leónidas Trujillo. Los grandes tiranuelos tienen de común una pluralidad de condiciones esenciales, como son, una poderosa intuición que les da rango de brujos o de genios entre sus admiradores; una gran energía para actuar y extinguir al adversario, aunque se trate del familiar o del arzobispo; una manía en creerse predestinados, y una ausencia de escrúpulos para lograr los fines que se proponen. Pero la corte de adulantes de cada dictador reclama para éstos la exclusiva de tales factores. Lo consideran Excepcional, Único, Eterno, Benefactor, Benemérito, Restaurador, Regenerador, Ilustre, hasta que llega ese día cuando huye o es descuartizado por las multitudes. Su destino es generalmente dramático. Ocurre con los tiranos que tienen mirada corta, ven a corto plazo, no se dan cuenta que su final está a la vuelta de la esquina.

Por eso nos encontramos con que Porfirio Díaz escapa a París al estallar la Revolución mexicana, dejando atrás treinta y tres años de mando; una sublevación pone fin a los veintidós años del régimen del guatemalteco Manuel Estrada Cabrera, y otra en Argentina limita a veintitrés años la dictadura de Rosas. Ubico en Guatemala y Machado en Cuba dejan sus tronos ante el estallido de históricas huelgas. También salen corriendo hacia el extranjero un Morinigo en Paraguay, un Rojas Pinilla en Colombia y un Batista en Cuba. La historia de este continente cuenta con muchos ejemplos como éstos.

Pero la justicia popular ha ido más lejos. Ha castigado con sangre a quienes vivieron con sus manos manchadas de tal líquido. No ha permitido que ciertos tiranos se marchen al cielo desde su lecho faraónico, o desde un avión, o desde la solitaria cama en el exilio. Los ha castigado en forma ejemplar. Veamos algunos casos:

Tomás Gutiérrez, dictador del Perú, fue colgado de las Torres de la Catedral de Lima y quemado por el pueblo en la Plaza Mayor (1872). Leguía muere en una prisión de Sánchez Cerro y éste cae acribillado al salir del hipódromo limeño. Destino similar tuvieron el dominicano Lilis tras una hegemonía de veinte años (1899), y el nicaragüense Somoza con otra de aproximada duración (1956).

Años atrás, en el pacífico Montevideo, un grupo de manifestantes pone fin a la vida del dictador Venancio Flores al descender de su carroza presidencial (1865). Los caudillos bárbaros de Bolivia convierten el Palacio de Gobierno en un escenario como para representar una obra de Shakespeare; el tirano Mariano Melgarejo asesina al tirano Manuel Isidoro Belzú (1865). Seis años más tarde derrocan al tiranicida, viaja a Lima y una bala le arrebata la vida.

Gabriel García Moreno, dictador teocrático del Ecuador, fue victimado a machetazos en las gradas del Palacio de la Gobernación de Quito (1875). Las prédicas tiranicidas proclamadas por Juan Montalvo habían convencido a la juventud democrática de que el magnicidio era el medio más eficaz para acabar con los tiranos. También en Venezuela, cuando imperaba la hegemonía de los Monagas, se debatió en la prensa la justificación de ese procedimiento para terminar con la epidemia dictatorial. Una revolución armada, al derrocar a José Tadeo, hizo cambiar el curso de las discusiones (1852).

El 30 de mayo de 1961 será ultimado espectacularmente, en una autopista de las afueras de Santo Domingo, el generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, después de haber mantenido en espeluznante secuestro a la república Dominicana durante más de treinta años; y en mayo del 66, el chófer del ex dictador salvadoreño, general Maximiliano Hernández Martínez, enviará al reino de San Pedro a quien había sido dictador de aquel país durante nueve años y vivía retirado de la política en una hacienda hondureña.

Al señalar estos casos, recordarán los lectores el fin trágico de Hitler y de Mussolini, pero nosotros hemos querido limitar estas observaciones al ámbito americano en donde condiciones socioeconómicas semejantes tienden a trazar destinos políticos parecidos. Los diez años de la dictadura perezjimenista; los ocho de Odría, los de Videla y de Pinochet, no son meras coincidencias, sino sincronismos que obedecen a desenvolvimientos históricos similares. Ojalá que los aspirantes a presidir regímenes de fuerza, esos pichones de dictadores, aprendieran estas lecciones de la historia latinoamericana, aunque por lo general por ser testarudos e ignorantes incurren en el error y lo pagan caro.



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Sigfrido Lanz Delgado


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