Si mi mamá hubiese sido presidenta de Venezuela

"Huid del país donde uno solo ejerza todos los poderes: ese es un país de esclavos". Simón Bolívar.

De haber sido mi mamá presidenta de la República de Venezuela, gracias a su tesón y amor por esta tierra, de la que nunca jamás salió, se hubiese preocupado ella por convertir en hecho cierto ese sueño del Libertador, expresado en el último párrafo del Discurso de Angostura. No guardo dudas de esto que afirmo.

Hace poco más de dos siglos, estando El Libertador a las orillas del Orinoco, en la ciudad de Angostura, año 1819, algo contento por los recientes acontecimientos de la guerra, favorables a las armas independentistas, se deja llevar por su imaginación y buen ánimo y plasma entonces un boceto de la república que desea instalar en tierras venezolanas, una vez liberado de la dominación española. Dice allí el Gran Caraqueño: "Volando por entre las próximas edades, mi imaginación se fija en los siglos futuros, y observando desde allá, con imaginación y pasmo, la prosperidad, el esplendor, la vida que ha recibido esta vasta región, me siento arrebatado y me parece que ya la veo en el corazón del universo, extendiéndose sobre sus dilatadas costas, entre esos océanos que la naturaleza había separado, y que nuestra Patria reúne con prolongados y anchurosos canales. Ya la veo servir de lazo, de centro, de emporio a la familia humana: ya la veo enviando a todos los recintos de la tierra los tesoros que abrigan sus montañas de plata y de oro: ya la veo distribuyendo por sus divinas plantas la salud y la vida a los hombres dolientes del antiguo universo: ya la veo comunicando sus preciosos secretos a los sabios que ignoran cuán superior es la suma de las luces a la suma de las riquezas, que le ha prodigado la naturaleza. Ya la veo sentada sobre el Trono de la Libertad, empuñando el cetro de la Justicia, coronada por la Gloria, mostrar al mundo antiguo la majestad del mundo moderno".

El sueño del Gran Caraqueño, que mi mamá cómo Magistrada hubiese cristalizado, era instaurar en este territorio situado al norte de la América del Sur, una república de ciudadanos virtuosos, cuyos gobernantes garantizaran sin mezquindades, sin torceduras ni preferencias, las libertades públicas, la justicia y la seguridad socioeconómica. Sería esa Venezuela, de dilatadas costas, abierta al Mar Caribe, con un inmenso territorio de más de un millón de kms., cuadrados, con muchísimas tierras feraces para cultivar productos apetecidos aquí y allá, con riquezas naturales de todo tipo guardadas en el subsuelo, un país muy próspero, con un nivel de producción en cantidad suficiente como para abastecer a otros situados en los confines de la tierra; además de habitado por ciudadanos, lúcidos, bien educados. Por su prestigio, ocuparía el corazón del universo y sería el centro de la gran familia humana. ¿Y cómo se lograría levantar ese país de ensueño? Pues, con trabajo perseverante, con esfuerzo constante, con sudor e incluso con lágrimas.

Y aquí es donde encaja muy bien mi mamá, una mujer cuya vida fue dedicada sin flaqueza, sin dudas, sin quejas, al trabajo. Ella, además de ser ferviente admiradora del Libertador, fue sobremanera una trabajadora incansable. Su vida, desde la niñez, cuando quedó huérfana de madre, y con un padre que, ante la muerte temprana de su esposa, se entregó para siempre al vicio del licor, se la dedicó a enfrentar las exigencias básicas de la existencia, a resolver problemas, a paliar necesidades, a laborar y producir. Le faltaban horas del día a mi vieja para enfrentar esos requerimientos provenidos de una familia de 9 miembros, en esa Venezuela del siglo XX, de los años cincuenta, sesenta y setenta, en el pequeño pueblo de Upata, donde las oportunidades de salir adelante no abundaban ni se encontraban a la vuelta de la esquina. Había que fajarse sin descanso a lo largo de los días para conseguir el alimento, la vivienda, el vestido, el calzado y la educación a la numerosa prole que constantemente se movía en torno suyo. Y se fajó mi mamá a lo largo de más de ochenta años a ejercer variadas labores para así hacer de sus hijos hombres y mujeres de bien, trabajadores, honestos, probos, capaces, forjadores de venezolanidad. Ninguno se arrimó a un partido político para obtener fáciles prebendas ni cargos para los que no estaba formado, como es lo común en estos días; nadie se lucró haciendo uso delictivo del tesoro nacional y por ello ninguno fue acusado de ladrón ni metido en la cárcel. Todos seguimos el ejemplo de mi mamá y aportamos al engrandecimiento de nuestro país, desde nos tocó hacerlo.

Es un buen ejemplo mi mamá para estos gobernantes de ahora, hacedores de nada, tan propensos a discursear, a sermonear, a proferir charadas, a prometer sin cumplir, a mentir recurrentemente. Ella como presidenta no hablaría tanto e hiciera mucho, al contrario de Maduro que consume la mayor parte de las horas del día pronunciando desaforadas peroratas, pero no trabaja ni produce nada, al igual que la mayoría del funcionariado que lo acompaña. Éste, luego de más de una década de ejercicio presidencial, no ha construido un camino rural, una carretera, una avenida, una autopista, ni siquiera ha instalado un nuevo poste para el alumbrado público. Pero sigue allí, hablando, hablando y hablando, al mismo tiempo que haciéndole mucho daño al país y a los venezolanos, tanto que unos 6 millones han tenido que irse de aquí, huyéndole a las múltiples calamidades generadas por este pésimo gobierno. Una verdadera deportación es lo que ha ocurrido con estos compatriotas, obligados a buscar en otras tierras las oportunidades de mejor vida que aquí se les niega. Son los deportados de Maduro y de su régimen.

En general, como resultado de esta hecatombe nacional, los venezolanos son personas infelices, padecen sufrimiento, tristeza, frustración; lucen harapientas famélicas, indignadas; todo esto ocasionado por los fabricantes de maldad, que son los integrantes del gobierno venezolano actual, esos disfrazados con franelas rojas, que se reconocen como camaradas de Stalin, de Pol Pot, y de Kin Il sung.

Muy distante ésta Venezuela, y éste gobierno del que quiso Simón Bolívar. Pues Bolívar era defensor del buen gobierno. Y buen gobierno era para El Libertador, aquel que proporcionaba a su gente la mayor suma de felicidad posible, la mayor suma de seguridad social y la mayor suma de estabilidad política. Traducido en resultados concretos, un buen gobierno, para Bolívar y para todo el que piense con cuatro dedos de frente, es el que acrecienta las riquezas, genera oportunidades de trabajo, impulsa el crecimiento de la economía, incentiva el incremento de las inversiones, construye obras de interés público, abre nuevas escuelas, hospitales y universidades, promueve la investigación científica y técnica. En síntesis, un buen gobierno hace progresar el país cuyas riendas dirige. Y progreso es, aquí y en todas partes, crecimiento.

En cualquier país en progreso crece la economía, la cultura, la educación; se incrementan las libertades ciudadanas; se fortalecen y perfeccionan las instituciones, crece la inversión y producción científica; se ensancha la democracia; los derechos humanos se respetan y amplían; los funcionarios públicos son seleccionados entre los mejores ciudadanos; se combaten con firmeza los delitos. Se crece para generar bienestar a la población. Pero, como podemos ver, nada de esto cumple el gobierno encabezado por Maduro. Allí está para demostrarlo la cruda realidad venezolana actual. Las cifras a este respecto, todas negativas, no se pueden ocultar con propaganda, con desinformación ni con represión.

Por lo anterior, de estar Bolívar entre nosotros, viendo el infortunio padecido hoy por el pueblo y la tierra que lo engendró, desenfundaría su espada nuevamente, arremetería con ella contra los tiranos domésticos de aquí y de ahora, sacaría de sus madrigueras al Primer Magistrado y a todos los integrantes del funcionariado que lo acompaña; y a través de comicios transparentes apoyaría la elección de mi mama como ocupante de la silla de Miraflores, a sabiendas que ella, una mujer llena de virtudes e incansable trabajadora, levantaría en este territorio la República del Trabajo y de la Producción. Y ya no más charadas, discurseadera panfletaria, habladurías insulsas, promesas fantasiosas, embustes recurrentes, chirridos grandilocuentes, histrionismo majadero. Hartos estamos de tales destemplanzas proferidas por la clase política de los sinvergüenzas gobernantes.



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Sigfrido Lanz Delgado


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