“Derechos de conveniencia”

La timidez con que el capitalismo viene dejando constancia de su poder exclusivo en el panorama socio-político de las sociedades avanzadas, tiene su correspondencia en el panorama de masas. Quiere eso decir que los poderes reales han quedado solapados detrás de la parafernalia oficial. Pero en el mundo real quien en definitiva sustenta el sistema son las legiones de consumidores que absorben la producción de las empresas y soportan la parte especulativa del negocio.

En el panorama político la situación ha sido controlada con la creación de una clase política fiel al capitalismo junto con el envoltorio del Derecho, en el que se da culto a la doctrina de las elites temporales desde el juego de la democracia representativa en el que también participa el pueblo. Ambas partes —elites y masas— se sitúan bajo control directo del dinero como fuerza dominante. Aunque el poder se haya entregado simbólicamente al Estado, aquel solamente puede tenerlo el que cuenta con el respaldo de la fuerza. Así pues, se ha establecido el juego de la apariencia, consistente en que unos son gobernantes mientras que otros gobiernan.

Aclarando posiciones, resulta que las masas se quedan con la parte referida al voto, siempre condicionado por unas u otras razones por algún montaje en términos de distracción mediática, y se olvidan de reclamar el poder real. La ficción prosigue, porque el voto no significa nada cuando ese poder real es inmune a los resultados electorales. En su irrelevancia política juega un papel decisivo atribuir a sus miembros el título de consumidores, puesto que se diría que disponen de la llave del mercado, pero ladeando la realidad de que quien ordena lo que hay que consumir son las empresas, ya sea imponiendo modas o usando de otras estrategias de mercadotecnia. Si desde un planteamiento teórico, de las masas depende la gobernabilidad y pasan por ser la fuerza que mueve los mercados, se podría concluir con el viejo tópico de que el pueblo es soberano, aunque para acercarlo a la realidad habría que añadir que se trata de un soberano dependiente de los mandatos del capitalismo empresarial.

Ahora parece que las cosas van cambiando, para que nada cambie. Aunque el cambio no lo sea desde una proyección de masas ni mucho menos de individualidades, sino que ciertos colectivos empiezan a ser reconocidos como poder, porque el dinero manda. El grupo se ha hecho fuerte entre las masas dispuesto a distorsionar voluntades. La estrategia a seguir es clara. Cuando algo quiere moverse empieza a hacerlo partiendo desde la oficialidad desde los derechos de las personas; en definitiva reconocimientos parciales de quienes disponen ya de parcelas del poder real. Hoy el poder solamente suena en términos de dinero y publicidad, de tal manera que quien dispone de dinero y se le publicita debidamente tiene su cuota de poder dentro del sistema. Y así, determinados sectores del consumo o del espectáculo, vistos como si fuera un bloque compacto, salen a la palestra y sus usuarios son vistos como objeto clave para el desarrollo del mercado y de la política de elites. A esta consideración se sigue la apreciación de la identidad del propio colectivo. Sus líderes reclaman privilegios -porque para eso son líderes- y la cuestión se resuelve con la concesión de derechos teóricos específicos, como una forma de gratificación por su contribución a la buena marcha del sistema que nutre la sociedad del espectáculo. No se trata de progreso generalizado de la dignidad humana, sino de simple reconocimiento formal motivado por la fidelidad al consumo. Sin embargo, los afectados se cargan de complacencia y euforia incontenida remachando su argumento de poder, o sea, consumiendo más y votando fiesta, mientras se sienten adorados por la sociedad. Del otro lado, los políticos observan en esos grupos su potencial de voto y les adulan reconociendo sus peculiares derechos e imponiéndolos a la sociedad como privilegio de minoría para que comulguen con ellos, aunque rallen la estupidez, pero el dinero y el voto mandan.

Conscientes de su papel, cada día los tenedores del dinero circulante en forma de consumo reclaman mayor protagonismo como grupo, porque así se hace más fuerza. Ya que la individualidad está condicionada a seguir al grupo, salvo que la publicidad la ofrezca como selecta o simplemente destacable a efectos comerciales. Mientras, la generalidad reflexiva se queda perpleja porque en el imperio de la igualdad todos reclaman privilegios. Los derechos de todos asignados a los colectivos empiezan a ser una franquicia destinada a promocionar más que a proteger y en el horizonte se encuentra la dominación de nuevas minorías blindadas con derechos a los que los demás han de someterse, mientras la generalidad palidece.

Los llamados derechos humanos -que ya son muchos- avanzan sin pausa siempre que no se antepongan al dinero, porque en tal caso es como si no existieran -sirvan de ejemplo la teoría y la práctica de los Estados que dominan el mundo-. Una exigencia de modernidad es que los Estados se publiciten ofreciendo derechos en abundancia a sus ciudadanos y a las masas, pero sin que ello suponga contrariar al capitalismo. A veces la apariencia tiene que hacer un gran esfuerzo para enfrentarse a la evidencia, pero en el mundo capitalista todo es posible, y la simple barbarie de los intereses del dinero se vende como derechos de conveniencia y la sinrazón se vende como razonable.

Puede concluirse que no estaría de más que esos colectivos privilegiados, que se mueven en las sociedades anestesiados por el consumismo, fortalecidos por los derechos de papel que les otorga su condición de circulantes del dinero, retomaran el sentido realista de su protagonismo. Bastaría con que reconocieran que son utilizados como una pieza del espectáculo del mercado. El problema es que si dejan de ser útiles al consumo y se enciende el fuego de la barbarie los derechos de papel, convertidos en humo, se irán con el viento. Entre tanto, las masas de la sociedad capitalista han pasado a ser rehén de los grupos animadores del espectáculo diseñado para desviar la atención de lo real.

*Jurista y escritor

anmalosi@hotmail.es

 



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Antonio Lorca Siero

Escritor y ensayista. Jurista de profesión. Doctor en Derecho y Licenciado en Filosofía. Articulista crítico sobre temas políticos, económicos y sociales. Autor de más de una veintena de libros, entre los que pueden citarse: Aspectos de la crisis del Estado de Derecho (1994), Las Cortes Constituyentes y la Constitución de 1869 (1995), El capitalismo como ideología (2016) o El totalitarismo capitalista (2019).

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