La esperanza era concebida como algo negativo dentro de la cultura griega antigua. Al fondo de la botija, cuando Pandora lanza los males a los hombres, solo queda la esperanza, quizás así se reservaban los dioses su distribución justiciera, a capricho, más como castigo que como ofrenda. Lo cierto es que en una civilización de espíritu trágico, consciente de lo infalible que es la llegada de la muerte y su contundencia, "esperar", más allá de lo que podía nuestro propio esfuerzo, era pernicioso, letal para la vida. Porque vivir no era otra cosa que una constante afirmación frente a la muerte. Cuando no se espera nada en la muerte (un paraíso, por ejemplo), sino vagar como almas en el Averno, la vida humana cobra un sentido superior, espiritual, cada acto humano cobra importancia, cada momento, cada palabra, cada gesto; nada se derrocha con la esperanza, de un paraíso que nos redima, o que un regalo de la suerte nos devuelva lo perdido. Lo pasado pasó, lo perdido se perdió. Todo lo que queramos debemos conquistarlo en vida y con nuestro propio esfuerzo, intelectual y físico; solo "esperamos" resultados de nuestra voluntad (¡cuánto nos duele pensar en todo lo que perdimos, tiempo y sabiduría, por vivir de falsas esperanzas!).
La revolución socialista, como el amor al ser amado, es una expresión de la voluntad humana, no puede ser otra cosa; el socialismo no cae del cielo, así como el amor, ambos son una conquista. Ni dios ni nadie, más que nosotros mismo, podemos conquistar lo que queremos. Si queremos una vida nueva debemos vivirla nosotros y no esperar a que un equipo de producción nos maquille y nos dé consejos de cómo conducirnos para disfrazar lo que no somos. En el socialismo nuestra esperanza no es pasiva, está fundada en lo que somos y podemos realizar, vivir en gerundio, como dijo Chávez, vivir viviendo. El socialismo – que es lo que queremos – comienza con nosotros. No podemos esperar a que el otro cambie, para nosotros cambiar.
Y si queremos cambiar a la sociedad, que inexcusablemente nos acompañará siempre en el ir por mundo, debemos entender que nuestra historia es, sobre todo, la suma de los mejores ejemplos de vida, ejemplos malos y decadentes, y ejemplos memorables que nos hacen la especie somos, consciente de nuestra persistencia en el tiempo. Mientras más gloriosos los ejemplos (los individuos) más lo serán los pueblos. No existe un pueblo glorioso relleno de solo parásitos y viciosos, o de cobardes.
La mentira es lo primero que debemos combatir porque se ha hecho una forma cotidiana y natural de relacionarnos. Pero no cualquier mentira, sino la que nosotros mismos terminamos creyendo (la mentira de las bondades del capitalismo o de la justicia burguesa). En el presente todo el mundo está preparado para faltar a su palabra, por ejemplo, sin los límites de la honestidad nos estamos envileciendo como pueblo. Nada ni nadie importa, nada vale, todo es moralmente igual, como dice el tango de Discépolo. Aun así, casi todos, ricos y pobres, se creen seres buenos.
La mentira es nuestro peor enemigo cuando se trata de afirmar la vida, vivir, en un sentido trascendente, es estar lo más cerca posible de la verdad. Hoy es normal extrañarse de sí mismo, llevar traje y corbata de seda, sin un centavo en la cartera ni haber desayunado, o reclamar libertad sin saber cómo ejercerla, o que el líder de una revolución convoque a los empresarios más codiciosos para que planifiquen el socialismo. Aun así todos se sienten originales y valientes, un idiota rascándose la barriga.
¿Qué tiene que ver esto con la esperanza? No lo sé exactamente, pero un pueblo disociado de la realidad pierde todo tipo de esperanzas, hasta aquella cosa pasiva de no pecar para cuidar la salvación de lo que quede después de muertos. En rigor, un pueblo disociado no es un pueblo, es una aglomeración de locos. Para que exista un pueblo debe haber algo superior, sagrado, para compartir en la cotidianidad, y en las fiestas nacionales, que nos identifique y nos una. Ya para que haya Patria debe haber igualdad, así lo reclama nuestra historia.
La esperanza con sentido positivo es análoga a tener clara la estrategia cuando vamos a la guerra, es una visualización de cómo va terminar la partida, para aquellos que jugamos ajedrez y ganamos. Es un ideal. Todos nuestros esfuerzos son halados hacia un hecho inevitable, aunque fracasemos. Lo importante de esta esperanza yace en que es esfuerzo, y ese esfuerzo, intelectual y físico, nos obliga a hacer de lo imposible, un hecho posible. Es prometer y cumplir nuestra promesa. En cada embestida aumenta la posibilidad de vencer, por eso es positiva, como el empeño de Odiseo por llegar a Ítaca, su patria.
Y como la Ítaca de Odiseo, la nuestra es el socialismo, nuestra esperanza es el socialismo. Él corrige en nosotros lo que luego vendrá a ser para muchos una realidad. (¡Cómo criar un hombre capaz de hacer promesas!, nos reta Nietzsche en alguna parte)
Este es el valor de la esperanza y el valor de los ideales, nos ayudan a soportar el dolor de vivir de cara a la muerte, porque nos hacemos conscientes de que somos seres sociales, de que un solo individuo no podrá salvarse solo de la muerte, pero todos sí podemos superarla, trascender legando nuestros mejores arrestos, ejemplos de coraje y honor, de dignidad humana (si acaso existe otra que no lo sea), nuestra obra a través de los mejores hombres y mujeres.
Un ser que se miente confunde sus convicciones con la realidad, hace de sus convicciones una máscara de la realidad, cuando se empeña mucho verá, en lo que solo es un instrumento para la vida, la vida misma. Primero está la humanidad y su persistencia en el tiempo, más allá las convicciones que tengamos sobre ella, falsas o verdaderas, las cuales necesariamente deberían purificarse en la realidad, en el rio de la vida –no enlodarse de mentiras e ilusiones –, y a partir de ahí restablecer comunicación con nuestra herencia, nuestra memoria, nuestros buenos ejemplos, nuestro héroes, mediante la gran obra humana, la creación humana. El arte de saber leer en el pasado, el cual se ha perdido siguiendo como vacas al matadero la lógica del capital.
¡Viva Chávez!