La revolución -si busca o pretende ser una revolución radical y verdadera- puede perderse y negarse a sí misma a través del ejercicio del poder. Aunque tenga que hacer uso de la estructura del Estado por algún tiempo necesario, este uso debe limitarse a lo esencial, abriendo brechas por las cuales pueda configurarse un nuevo sistema de democracia, uno realmente participativo, directo e incluyente, de manera que la organización popular dé nacimiento a unas nuevas relaciones de poder y, en consecuencia, a una civilización de nuevo tipo. No podría (ni debería) recrear la cultura de consumo y de alienación capitalista que rige al mundo actual, causante de los niveles -sin disminución- de pobreza, desigualdad y migración que se presencia en cada país, ya que ello será repetir el ciclo aparentemente sin fin de lo que ha sido hasta ahora la historia humana en los últimos siglos, con períodos de auge y de crisis en el ámbito económico; afectando, para bien o para mal, el orden político. Esto impone una frontera ideológica necesaria que no puede limitarse únicamente a la retórica común y repetitiva de los dirigentes sino que tenga una expresión concreta en los cambios revolucionarios que ésta supone.
La hegemonía (o cohesión) cultural y política lograda por una revolución con afán transformador tendrá que enraizarse, principalmente, en la conciencia de los sectores populares. Son éstos, más que los líderes carismáticos, quienes estarían más dispuestos a profundizar los cambios iniciados, dando amplio espacio y sentido a los derechos laborales, sociales, culturales y civiles de los cuales fueron sistemáticamente excluidos. Tal cosa no descarta que surja algún tipo de conflictividad entre grupos económicos, Estado y ciudadanos en vista que cada cambio implica desechar o disminuir significativamente privilegios y atribuciones de los que éstos disfrutaran en el pasado y que, en el presente, resultan contradictorios respecto al nuevo orden en construcción. De no alcanzarse este importante objetivo seguirán incólumes las redes clientelares que caracterizan el mundo político, especialmente en las distintas naciones de nuestra América, donde los cambios propuestos a lo largo de su historia están direccionados desde el Estado, limitando enormemente la participación y la organización de sus pueblos.
Las tensiones, las contradicciones, las marchas y las contramarchas con las que tendría lidiar dicha revolución están, de alguna forma, centradas en la carga ideológica acumulada desde su nacimiento por la mayoría de las personas, lo que hace dificultosa la consolidación de los cambios. Mientras esto sucede, los sectores dominantes desplazados utilizan toda herramienta a su disposición, fundamentalmente la monopolización mediática que les sirve para moldear y controlar la opinión pública; haciendo sentir a la población que toda noción de transformación estructural es un fracaso, subliminando su oposición a la misma con un respaldo aparente a los valores democráticos e incitando la toma del poder por cualquier vía, incluyendo un golpe de Estado o, como ya se hizo habitual entre los grupos derechistas de Venezuela, una invasión militar de Estados Unidos y sus gobiernos asociados.
Hablar de revolución en un amplio sentido (sobre todo en un mundo que cada vez tiende a ser más dominado por una opinión pública intolerante, moldeada por los grandes centros de poder global) es pensar y luchar por hacer posible la transformación estructural de todo lo existente. No puede ser una cuestión a medias. Así se piense que es una pérdida de tiempo y esfuerzos. Si ésta auspicia un mayor y efectivo ejercicio de la democracia, tiene que manifestarse igualmente en el orden económico y el orden social, de manera que haya una emancipación integral de las personas, asumida en pie de igualdad y respeto mutuo; lo que deberá extenderse a la relación respecto a la naturaleza como nuestro principal soporte de vida. Y, adicionalmente, tiene que alentarse en una perspectiva internacional. Es un proceso de largo aliento que no podría determinarse de antemano por etapas programadas ni ser calco ni copia, como lo afirmó Mariátegui en su época. No implica que ella pueda postergarse en función de razones de Estado o debido a la presunta inmadurez política del pueblo. En lugar de eso, es preciso que se propicien su avance y su consolidación, de modo que sea una realidad irreversible.