Cualesquiera que sean las circunstancias históricas, el programa político, el tipo de dirigencia y el ámbito geográfico que lleguen a caracterizar, en un amplio sentido, a una revolución de raigambre popular, no se podrá obviar que ésta debe apuntar a una transformación estructural del modelo civilizatorio vigente, lo que incluye sus estructuras económicas y culturales, de manera que ella llegue a ser una realidad posible. Sin embargo, tal revolución no podrá sostenerse en el tiempo si no se crean y se fortalecen los espacios y los niveles organizativos de la participación y del protagonismo de los sectores populares. Para Lenin, líder histórico de la Revolución Bolchevique, «la conciencia de las masas es la que determina la fortaleza del Estado. Éste es fuerte cuando las masas lo saben todo, porque pueden juzgarlo todo y lo hacen todo conscientemente. Esta resolución define como traición a la causa del proletariado todo intento de imponer a nuestro Partido la renuncia al Poder. Recordad que vosotros mismos gobernais ahora el país. Nadie os ayudará si vosotros mismos no os unís y no tomaís en vuestras manos todos los asuntos del Estado. Vuestros soviets son, a partir de hoy, órganos del poder del Estado. No ha habido una sola revolución en la que las masas trabajadoras no empezaran a dar pasos por ese camino para crear el nuevo Poder del Estado». Ello exigirá una práctica y una formación teórica revolucionarias que mantengan en jaque toda posibilidad de regresión, de exclusión y de autoritarismo que nieguen el papel fundamental a cumplir por el pueblo organizado, ejerciendo éste, de forma independiente, su soberanía.
No será fácil, ciertamente, emprender la construcción revolucionaria de una sociedad de nuevo tipo. Tampoco que ella esté libre de conflictos y de contradicciones, lo cual resultaría lógico que suceda, ya que muchos de sus partidarios traen consigo una carga ideológica que influye en su conducta y, en muchos casos, la define, a pesar de las expresiones en su contra. Adicionalmente, vencer toda muestra de escepticismo será parte fundamental de toda praxis revolucionaria posible y esto va de la mano con la transparencia, la eficiencia y la eficacia con que se maneje el Estado durante la etapa de transición en que el mismo sobreviva. Para crear una nueva sociedad no bastarán, entonces, las nuevas leyes y los nuevos discursos. Habrá que involucrar y comprometer a toda persona y grupo social que quiera emanciparse de una forma integral, no solo de forma egoísta, como cosa habitual, centrados en sus únicos intereses. Esto amerita desprenderse de las viejas fórmulas que dieron origen al sistema capitalista, androcéntrico y eurocéntrico que nos es común, principalmente en el amplio territorio de nuestra América. No hay que olvidar que, acá, desde los albores de la independencia, con el Libertador Simón Bolívar al frente, siempre se pensó que nuestras naciones serían escenarios para un nuevo mundo posible, marcado por la realización de la utopía. En el presente, con todas las adversidades por las que han tenido que atravesar, nuestros pueblos insisten en defender sus derechos y en luchar por un nuevo orden donde les sean completamente garantizados, ampliándose los niveles existentes de democracia.
Cuando se plantea que haya una sociedad transcapitalista y transliberal, generalmente se piensa que nomás debe abolirse el Estado burgués liberal, de raíz, si llegara el caso, más aún cuando se hace referencia al burocratismo, para así acabar con los males sociales que dieron lugar a la situación creada. Es en la etapa de transición entre el sistema por eliminarse y el sistema por surgir que deben propiciarse y profundizarse los espacios políticos que le darán vida a la democracia ejercida sin intermediarios por el pueblo y a las estructuras del novel Estado. En la medida que exista una política radical por parte de la mayoría, existirá un avance consolidado de lo que sería la democracia y, por extensión, de la libertad; por lo que toda limitación a dicho avance no únicamente se calificaría de contradictoria sino que la negaría en esencia. En perspectiva, aunque se piense que es algo idealista para alcanzarlo, sobre todo en un lapso inmediato, la única manera de conseguir que las conquistas de la revolución sean realidad es volcando las relaciones de poder vigentes, por lo que será necesaria e ineludible la formación de una conciencia revolucionaria de los sectores populares. Sin ella, se puede hablar de todo, menos de revolución ni de democracia, por mucho que se reitere y mencione.
En este último punto, es importante aclarar que el cambio revolucionario, tanto individual como colectivo, no lo determina de antemano un partido político, a pesar de constituir un elemento útil para plantearse la toma del gobierno mediante elecciones o, cuando menos, como ocurriera en 1917 en la Rusia zarista, con las armas en mano. Su papel no es hacer más dependiente del poder al pueblo sino contribuir a que lo ejerza de una manera distinta, sin excluir la justicia. No se puede reeditar la experiencia amarga de los totalitarismos del siglo pasado, copando todos los ámbitos de la vida en sociedad y sin permitir la más discreta y sencilla de las disidencias. En lugar de asumir como propio el poder, le corresponde el ejercicio delegado del poder obedencial en el Estado por constituirse, aplicando la máxima zapatista de «mandar obedeciendo», en cuyo proceso de conformación es vital la soberanía popular. La sociedad transcapitalista y transliberal que todo lo anterior supone no surgirá espontáneamente ni deberá aislarse en relación con otros procesos de transformación similares a nivel mundial en vista de hallarse expuesta a las mismas amenazas y a las mismas contradicciones, lo cual constituye un gran desafío histórico.