Aparentemente, tras las etapas de conflictividad política que dieron origen a los sectarismos estrechos que caracterizaran a los sectores chavistas y opositores, éstos han "entendido" la necesidad de llegar a acuerdos en diversos campos y de permitirse, hasta cierto grado, un armisticio o capitulación consensuada en función de lograr la superación de la crisis económica que agobia al país y, al mismo tiempo, un mejor nivel de gobernabilidad. Hasta ahora, la ronda de negociaciones llevada a cabo en México hace augurar perspectivas positivas para Venezuela, en el caso que ambas partes se comprometan en convertir las palabras en realidades tangibles e inmediatas. Hasta ahí, todo bien. Sin embargo, quienes asumen la dirigencia de la oposición fuera de este país quieren aún apostarlo todo por una salida inconstitucional o, en su defecto, por una intervención armada patrocinada por Washington, como su máximo mentor, secundado por los gobiernos derechistas de Brasil y Colombia, al estilo de lo hecho en Libia y Siria. En medio de ambas situaciones, los sectores extremistas insisten en la aplicación de sanciones de todo tipo, lo que muchos alrededor del mundo califican de bloqueo, tratando de lograr el derrocamiento de Nicolás Maduro y, junto con él, la erradicación de todo signo de chavismo en Venezuela.
Este diálogo entre representantes de la oposición de derecha y del gobierno chavista se ve torpeado desde diferentes ángulos. Nadie, por citar la injerencia más consecutiva, puede desmentir que la clase gobernante gringa tiene en su agenda conseguir el establecimiento de un régimen afín a sus intereses geopolíticos y económicos. De igual forma que lo hacen los gobiernos de la región sudamericana, cuya propaganda y acciones xenófobas en contra de los migrantes venezolanos, desde sus fronteras, busca agudizar la situación interna de este país, responsabilizando a Maduro de los ataques y asesinatos que éstos sufren; sin que haya una condena en su contra por parte de los diversos organismos multilaterales encargados de velar por los derechos humanos, quienes han obviado esta realidad para centrarse en todas las denuncias orquestadas desde el antichavismo. Ésto no ha impedido que se hayan efectuado algunas rondas de conversaciones en tierra azteca, sin embargo, pareciera no causar interés entre la población, indiferentemente de su filiación partidista, convirtiéndose -en lo que alguien llamara en un artículo al respecto- «un relato ajeno» a la difícil cotidianidad que le toca vivir a la mayoría de los venezolanos.
Tampoco puede esconderse que la tácita dolarización de la economía nacional, sumada las diversas dificultades ocasionadas por el aislamiento internacional a que es sometido el gobierno venezolano, han hecho emerger un estamento privilegiado (tanto de un bando como de otro), cuyos ingresos y signos de opulencia marcan una profunda diferencia en relación con un porcentaje bastante alto de personas empobrecidas o que no disponen de lo suficiente para optimizar sus niveles materiales de existencia. Ello ha repercutido en la actitud permisiva sostenida por funcionarios públicos en cuanto a la aplicación de la ley, quienes argumentan que deben hacerlo para sobrevivir junto a sus familias; algo que aumenta la sensación de estar ante un Estado que es ineficaz e ineficiente, quedándole al ciudadano ningún otro remedio que resignarse a su suerte.
Este cuadro de cosas deben asumirlo con seriedad y compromiso por aquellos que participan en este diálogo por Venezuela, desistiendo de posiciones que nada tienen que ver con la recuperación de la fe del pueblo venezolano en quienes pretenden dirigir su destino. Tendrían que llegar a comprender que sus decisiones tendrán un efecto a mediano o largo plazo, sea éste positivo o negativo, por lo que están obligados a pulsar la opinión y el sentimiento de los sectores populares más que fijarse en su propia conveniencia, o en la de quienes mueven sus hilos a larga distancia, ya que, de no alcanzar acuerdos de trascendencia en beneficio de todos, podrían crearse las condiciones nefastas para hundir a Venezuela en una crisis aún peor a las sufridas a lo largo de su historia. Quizá los más inmediatistas e ilusos piensen que la victoria a obtener en las elecciones de gobernadores, alcaldes, diputados regionales y concejales resuelvan todo. No obstante, habrá que recordarles -junto con los más realistas y escépticos- que se requiere algo más que un simple cambio de personajes políticos para solventar satisfactoriamente la crisis multifactorial que envuelve a la patria chica de Bolívar. Para ello es necesario la actuación de verdaderos ciudadanos que trabajen y luchen por la democracia y el engrandecimiento productivo de su nación.