Entre las mentes despiertas hay un debate permanente sobre quién ejerce el poder mundial en términos realistas, más allá de la parafernalia oficial que se nos vende a través de la política y los medios de comunicación. El asunto parece estar claro, ya que quien dispone del control del flujo del dinero inevitablemente tiene el poder, asunto que ya quedó claramente definido desde la revolución burguesa. Todo lo demás se reduce a dar vueltas en círculo. Ahora, lo sustancial es quién y cómo se ejerce ese poder. Basándose en el arte de la apariencia, la astucia burguesa dejó resuelta la cuestión utilizando el mito del pueblo, otorgándole el título honorífico de nuevo soberano —pero ella se quedó con el poder—, y lo reflejó en papeletas que servían de medio para expresar su libre voluntad, pero debidamente conducida —un adorno político que se llamó democracia representativa—. Esta era la parte formal de la comedia política, el mundo real seguía otros derroteros, conducido por la tenencia del vil metal.
Un conglomerado superior, unido por la voluntad del poder del dinero, siempre ha estado presente conduciendo el destino de las naciones, porque es una exigencia natural del poder que domina en la actualidad. A diferencia del personalismo de otras épocas, el nuevo sistema de poder pasa por ser discreto en las actuaciones, generalmente poniendo de pantalla a los representantes de la riqueza y a los políticos, para tener entretenida a la muchedumbre con sus ocurrencias para la ocasión. Por otro lado, se han instrumentado los medios a fin de que las alertas de los viejos panfletos propagandísticos y de los más recientes se llevaran al terreno del mito, lo que ha permitido a esa elite superior dueña del dinero y de los medios de comunicación permanecer oculta, operando a sus anchas, amparada en el bulo. No obstante, aunque la racionalidad puede ser disfrazada utilizando una pluralidad de medios al servicio del dinero, al igual que el sentido común, al final la realidad es posible que con el paso del tiempo se imponga.
El fenómeno del capitalismo, diseñado como cultura del dinero, ha venido manipulando a la sociedad desde que se impuso esa otra soberanía de los distintos medios de comunicación, que han pasado a ser los nuevos oráculos de las verdades oficiales. De manera que, dominando estos, solo se puede escuchar, sin perjuicio de mostrar fidelidad al sistema, aquello que conviene a los intereses de sus respectivos dueños, cuya propiedad han adquirido con dinero, que hay que seguir alimentando. Buscar su coordinación, manteniendo la diversidad aparente, es una exigencia que se impone en interés de la efectividad; si se consigue, ya es posible entenderse en un lenguaje universal, y esta es la función del gran capital. Así que, con su labor, lo que se conoce como doctrina del dinero entregado al mercado se instala entre las gentes y convierte a las personas en fieles, transformando la racionalidad general y el sentido común en creencias. De manera que la infraestructura social queda claramente conformada por los que sirven de oráculo de la doctrina expuesta en la agenda oficial, encargada de difundir los intereses del poder. No obstante, el sentido de unidad de actuación no es total, porque inevitable la acción contestataria siempre ha de estar presente para guardar las apariencias. En este panorama, las naciones libres vienen a ser la excepción destinada a alimentar el sentido de diferencia, y meta para traerlas de uno u otro lado al redil del capitalismo depredador dominante. Entre tanto, quedan vigentes ciertos nichos de libertad ideológica real, cada vez más escasos.
Los medios de comunicación, a menudo, con información unidireccional y verdades excluyentes, aprovechan para publicitar, entre otros, a un plantel de afortunados, se trata de los ricos o también llamados capitalistas, en algunos casos, que sirven como cortina de ocultación, diseñada por la superelite. Se ofertan sus ocurrencias prefabricadas y la ostentación de su dinero en precario, simplemente para animar el escenario de la fábula, haciendo creer que son ellos los que manejan el mundo. Realmente, su función es dar forma y toques de credibilidad a las consignas de simple depredación del capitalismo dominante —que es el que practica la superelite del poder—, para que la maquinaria opere con cierta coherencia. Por otro lado, la función comunicadora permite la práctica de la censura; en este mundo de libertades, lo que se entiende por libertad se reserva a los medios, y lo que no está en ellos no existe. No obstante, sus directrices vienen dadas desde más arriba, con cierto nivel de discreción, de manera que aquello que no agrada a los dirigentes se oscurece. Es un hecho que todo lo que va a contracorriente del sistema oficial, se silencia, e incluso en internet, que un día apareció como paradigma de libertades, y hoy es un objeto manipulado por grandes corporaciones capitalistas, utiliza determinados buscadores para practicar la censura encubierta. Por contra, se ofertan sin el menor pudor simples insensateces globales, porque para eso está todo un conglomerado empresarial dedicado a entretener a sus seguidores. A la par de cumplir con su función de hacer caja, no dudan en manipular con máquinas la opinión y acumular datos para fines oscuros sobre la intimidad de las personas, actividad debidamente tolerada por quienes se dice que velan por la privacidad, aunque estableciendo como prioridad la defensa del negocio y del mercado.
Junto a estos grupos caminan las instituciones internacionales que dependen de los intereses comerciales, ya sea directa o indirectamente, creadas para dar estabilidad al sistema, respondiendo a una actuación común, que emana de un único centro de poder. Su función es mantener la vigencia del capitalismo, apoyando el negocio de las multinacionales y, de otro lado, entreteniendo al populacho —también llamado ciudadanía en el papelorio oficial— con derechos, libertades y otras pamplinas que dignifican su actuación, mientras el sentido de dependencia del mercado avanza imparable, ya que este es el objetivo de los distintos instrumentos del poder fieles a la superelite.
La manifestación de poder de la superelite está ahí mismo, delante de todos, aunque ligeramente camuflada por la retórica de los servidores del sistema. Se trata de una globalización que ha triunfado plenamente, aprovechando el atractivo que ejerce el dinero y la búsqueda del bien-vivir de las masas. Valores que tienen tal relevancia que el espíritu de conquista tradicional ya no es posible alcanzarlo con técnicas imperialistas ni hegemónicas protagonizadas por nuevos engendros históricos. Tampoco hay político ni grupo conocido capaz de emprender la tarea de unificar el mundo con las armas tradicionales, la palabrería o la ideología, solamente cabe la inteligencia del poder dominante que ha potenciado el arma de la economía y dirige todo al más alto nivel, desde la acción concertada de los mayores poseedores de dinero, unificados por el interés del capital. Está claro que alguien competente la ha creado y la dirige, puesto que la globalización no es producto espontáneo, sujeto a ocurrencias empresariales o políticas, realmente responde a algo inteligente y debidamente coordinado, que va más allá del tópico de las cabezas visibles. El resultado en términos de poder es que, mientras las masas están entretenidas con el mercado, el gran capital se ha hecho el amo del mundo, arrollando a su paso a Estados e identidades nacionales.
Vienen a abonar la unidad de acción, dirigida por esa inteligencia superior, productos sacados a escena para cada ocasión, tales con las epidemias, las crisis, la inflación o la guerra. Ninguno surge casualmente, todo ha sido planificado respondiendo a una realidad de intereses en los que está presente el dinero, y no por arte de los que más suenan, sino por conveniencia del poder dominante, que es destinatario último de los beneficios del capital; porque las tragedias producen beneficios económicos a quienes saben explotarlas. Estos métodos responden a otro fin, se trata de dominar a las masas, eliminando de la escena a los menos rentables —porque con lo que quedan ya es suficiente para revitalizar el mercado—, haciéndolas sumisas ante quien maneja el arma del terror, al objeto de que le sean fieles, cumplan las disposiciones del gran capital y sigan consumiendo con avidez. Para eso está la burocracia estatal con sus leyes de conveniencia, la que dice estar al servicio de la ciudadanía, pero resulta que es el ciudadano el servidor de la burocracia. Los políticos continúan a lo suyo, que es permanecer en el poder el mayor tiempo posible, alimentándose con el privilegio, parcheando cualquier situación y ofertando a las masas píldoras dulces para disfrazar el mal sabor de la realidad. Mientras la propaganda y la publicidad se ocupan de desvirtuar las noticias falsas con más desinformación, puesto que a tal fin se dirige la mayor parte de la información calificada de oficial, tocada casi siempre con un sesgo propagandístico. A cambio de su fidelidad a las leyes y al mercado, las masas son retribuidas con algunos pasatiempos consumistas para relajarse, de eso se ocupan los medios de comunicación con sus chismes, influenciadores, modas, iconos comerciales y esa parafernalia de actualidad, cuyo único objetivo es vender.
Toda leyenda suele tener un punto de realidad que le sirve de base, y es esto lo que sucede con la superelite. Pero hay algo más. Que los organismos internacionales decisorios toquen al mismo ritmo, que los Estados hegemónicos sirvan la misma cantinela a los creyentes y que los empleados que dirigen los Estados débiles o colonias caminen acompasados, ya dejan claro que alguien dirige el concierto mundial. En todo caso, este pudiera ser un apunte de la realidad que hoy toca vivir, en la que ya no es posible ver aquella mano divina, pero sí la intervención de esa inteligencia humana sutil que emana de la superelite del poder, ante cuyos manejos las masas y los Estados se muestran impotentes, mientras las grandes empresas, en su condición de oficiantes del capitalismo, campean a sus anchas. He aquí lo que parece ser la realidad, situada algo más allá de la leyenda instalada como cobertura del gran capital que dirige el mundo, sin que apenas haya constancia de ello.