Misterios del poder. El oprimido sueña con asumir el rol de quien oprime ¡Di tú primero!

Hasta ahora, desde que salí de aquella aldea de pescadores de profesión y por simple subsistencia, arribé, como un náufrago desde alta mar, a una orilla cualquiera, empujado por una ola gigante, sólo he visto lo mismo; aunque en verdad, el paisaje cambia según el gusto de cada quien y las posibilidades de poner en cada rincón, esquina, cosas nuevas. Por supuesto, bien sé que la aldea cambió y hasta desapareció, no porque ella así lo quisiese y menos quienes se quedaron creyendo que aquel humilde, recóndito Paraíso, nunca dejaría de serlo. Pues de las tantas cosas extrañas que he visto, desde los últimos cincuenta años, es a los ricos queriendo vivir donde antes vivían los pobres, como Lecherías acá en Anzoátegui. Y los grandes edificios, lujosas viviendas y actividad comercial, "embellecieron" aquellos espacios que eran más bellos, bellos de verdad y degradaron todo, el agua del mar, los vientos y acabaron con la especie marina. Y la gente de antes fue sustituida por otra. Allí la solidaridad y toda la belleza que emana de la gente humilde y sana desapareció.

Cuando llegué a Caracas por primera vez, demasiado joven, intentando vivir de la caridad, o mejor de la misma solidaridad que había en la aldea, sin siquiera tener conciencia de eso, para seguir estudiando, ambición que si me tenía atrapado, aunque tampoco sabía a ciencia cierta qué y para qué, sin tener allí prácticamente a nadie y de lo que me di cuenta prontamente, hasta me sorprendió, el cuidadoso vestir de la mayoría de la gente; tanta que por mi vestir me sentí un intruso y hasta invasor; pues allí no prevalecía aquello de "lo primero es el comer", sino el vestir, y la abundancia de vehículos, semáforos, pese pude ver una noche, una cosa extraña y hasta contradictoria, a Isidoro en su coche tirado por un caballo, para transportar y pasear parejas, lo que en mi aldea y pequeña y vieja ciudad, había desaparecido por completo, pues uno apenas veía burros con maras colgando de lado y lado que llegaban a la aldea llevados por sus dueños a cambiar lo que a ellos les sobraba por nuestros abundantes productos del mar. Además, era distinto todo aquel espacio donde llegué, no como aventurero sino a estudiar; creyendo que iba a otra aldea y, de inmediato percibí que era diferente a mi aldea en muchas cosas, no sólo en el paisaje sino también en la gente y la manera de concebir el espacio; en la gran ciudad, cada quien andaba por su lado y hasta tus supuestos amigos, con quienes te juntabas, nunca llegaban a tu intimidad y tú tampoco a la de ellos; a nadie le interesaba si habíais comido o no, pues era probable que muchos de ellos tampoco y quienes sí, de hecho, suponían que los otros también; pues eso nadie se lo preguntaba a uno; pese el progreso, las comunicaciones íntimas, siempre estaban suspendidas, cerradas, cortadas o "idas", como si se fue el cable. En el barrio o aldea mía, todos sabían de cada quien acerca de eso y era preocupación de todos. Pese allí nadie sabía de tácticas ni estrategias. Pero sí sabían que, mi hermano y yo, ese día, no fuimos a la playa e imaginaron que por algo importante o urgente debió haber sido, por lo que alguno del grupo, que era todo el barrio, se encargaba de llegar a casa con lo que hubiésemos, mi hermano y yo, traído de la playa para comer de haber ido.

Allá, en la urbe, nadie sabía dónde vivía el otro y menos podía entrar a su casa "como perro a la suya", hasta el fondo y los cuartos y a la intimidad del alma de toda la familia.

Pero fue allí, en Caracas, donde percibí por primera vez, no en mi humilde espacio de nacimiento y crianza, la abundancia de adivinos que veían al mundo todo con una amalgama de adivinanzas. Sólo que nunca adivinaban si uno había comido o no o si tenía algún pesar. Ellos les llamaban a sus preocupaciones, táctica y estrategia. Es decir, había una adivinanza enorme formada por la suma u orden de cientos de ellas que eran como secundarias. Estas, las que llamaban tácticas eran como los fósforos, se prendían y apagaban. Unas veces porque de nada sirvió haberlas prendido, quien las encendió hubo de apagarlas porque se quemó un dedo o fue poco lo con aquella débil luz pudo hacer. Y además, se avenían con esa maña nuestra que nos engendró el petróleo de gastar sin parar, siempre habrá quedará algo por allí. Eran capaces de mirar el movimiento del mundo, según ellos se lo creían, pero a uno no le miraban atentamente y menos adentro penetraban.

Por eso que llaman el sentido gregario, sentí el deseo de estar en alguno de aquellos grupos que, por lo que dije antes y seguiré diciendo, tenían mucho de brujos, sobre todo por ese deseo inmanente de hacer de adivinos. Pero unos adivinos que no esperaban, lo que tampoco es bueno, que los acontecimientos se desarrollasen en su libre albedrío o mejor fatalidad, como quien compra un número de lotería y espera que canten los números ganadores, sino que intentaban imponerles un orden, una marcha y un final. Para eso estaban las tácticas y las estrategias. Lo que en verdad, para desgracia de ellos, nunca acertaban, eran muy malos adivinos, pues más bien querían imponer sus adivinanzas.

En la aldea aprendimos con los expertos, humildes "dueños de pequeños trenes de pesca" a salar el pescado; que habría momentos que las brisas y los estados tormentosos del mar dificultasen la pesca y entonces el pescado salado juega su rol. A cambiar de un espacio a otro, no muy lejos por distintas razones que se sacaban del mirar y percibir la realidad. Nunca hallamos allí nadie que intentase imponerles sus normas al mar, más estado desasistidos de instrumentos para hacerlo. Y menos en esos menesteres nadie hacía de prestidigitador o adivino.

Y esto es bueno. El hombre con su accionar puede en mucho cambiar la vida, hasta evitar que los huracanes nos azoten con inusitada frecuencia a espacios donde antes no llegaban por factores como, la presión, temperaturas; pero el hombre, unas veces a lo loco y otra por su afán de enriquecerse, producir riquezas, hace lo que sea sin percatarse y, si se percata, le importa un comino que contribuye a destruir el planeta, bajo la oferta que todo eso lo hace para bien. ¡Y pensar que hay quienes este cuento se lo creen! Y a otros les conviene creerlo. Tanto como que el bello discurso de Petro ahora en la ONU, fue sesgado y hasta reproducido al revés, por opinadores y periodistas, sólo por intereses secundarios y maléficos.

Y como venía diciendo, salí de aquel bucólico mundo donde de niño podía pasar el día corriendo con libertad, leer hasta en las mentes de los sabios que nos rodeaban y donde bastaba halar una tarraya, un corto guaral con un anzuelo en la punta para comer, pese la ropa que usáramos fuese humilde y hasta raída, para entrar en uno como muy elegante y lleno de adivinos que poco sabían, sólo eran audaces que formulaban tácticas y estrategias que nunca tenían nada que ver con la realidad circundante. De ellas no se pegaba ninguna jaiba, camarón, langostino o luria, como le llamábamos y, menos, un buen pescado.

Casi acabando de llegar adonde no debí ir, pues allí nadie me esperaba, tanto que no había mar, ni olas, ni abundante comida como que sólo había que pescar pasándose un nada largo tiempo con los compañeros de labores en la playa y luego hacer de recolector a lo largo de la sabana; y tampoco había plazas donde uno escuchase a hablar a sabios que hablaban cosas de las que uno nada aprendía, me vi metido entre adivinos; esos que querían cambiar la sociedad con tácticas y estrategias que les habían traído desde lejos, diseñadas con realidades distintas y poco tenían que ver con nuestro mundo, salvo valores generales, sin intención de ajustarlas, al ancho, largo de nuestro espacio y nuestra manera de ser y estar organizados, pero nosotros de este detalle no nos dimos cuenta. Las vimos más bien como varitas de virtud, que sólo bastaba tocar algo y pedir que eso cambiase para que se produjese el milagro. ¡Era esa la ciencia de la ciudad y los citadinos!

No me percaté, como para enseñarles, que eso que estos prestidigitadores intentaban crear, inventar, instalar por sus simples deseos, no sé cuál es la palabra adecuada, en buena medida existía en la aldea, por el mar, el viento y las olas y la gente buena que allí había. Porque aquellos factores, unificaban al hombre; y allí no había tácticos ni estrategas, salvo en lo diseñar el programa de pesca cada día; eso sí, atendiendo a la realidad, al estado del mar y los vientos y la solidaridad y contribución necesaria de cada quien; como que suelo decir, porque así decían en la aldea, "aquí cada quien debe aportar algo, aunque sea el aire de los pulmones para avivar la llama".

Y en ese andar en aquel nuevo mundo, distinto al mío, conocí personajes como quien ahora describo o por quien narro. Y es que no fue ni ha sido uno sólo, han sido cientos, miles, unos que llegan y se van y hay quienes entran a empujones como quien trae la piedra filosofal en la mano o al mundo agarrado en el puño.

Desde temprana edad, caminó por la vida con aquella cantaleta, según la cual "hay que cambiar la sociedad".

Pasado un tiempo después de haber ingresado a la "casa de estudios superiores", aquella simple frase se le convirtió en un motivo para vivir y una obsesión para sublimar otras necesidades. De la simple consigna recogida del abandono por allí, hizo un programa, una herramienta y hasta fundamento de un proceder metodológico que buscaba espacios silenciosos y ocupados por hombres sin rostros ni señales. Allí, sólo los encargados de mover las manijas del mundo conservarían la facultad de hablar. Una vez propuso, ante una asamblea de delirantes compañeros de sueños, que todos se cortasen las orejas. El apoyo fue unánime, pero pospusieron el acto de la mutilación colectiva para "un momento dado", por no haber podido resolver el dónde depositar la sangre y las apéndices auditivas; y otro asunto, el cómo evitar el dolor. En su muy objetiva manera de acercarse al mundo, veía a todos, incluyendo a aquellos que nada tenían que ver con los asuntos del Estado, pero no pertenecían a la divina patota, en rincones oscuros y malolientes. Generalmente los percibía sacando cuentas y en reuniones cavernosas con demonios de aliento fétido.

Nunca les vio emitir ni siquiera un minúsculo rayo de luz. Siempre se le presentaban como cuerpos opacos, imágenes difusas. Cuando pudo y quiso, pese a su tenaz resistencia y natural rechazo, entrar con derecho en aquellos recintos que le producían nauseas, pero donde -¡al fin pudo entenderlo!- se decidían cuestiones que le interesaban "para cambiar la sociedad", llevó toda su luz. Creyó alumbrar cada rincón y ver la intimidad en cada subterfugio.

- "Ahora todo sería distinto. Los parias de la vida, guiados por esta aureola que me rodea, ocuparían cada rincón; cambiaremos todo y la vida transcurrirá con alegría."

Dijo aquel discurso sin respirar y, al final, su luz, antes intensa, casi se había desvanecido.

Cuando se sentó en el puesto que le asignaron, estaba radiante. Luces de todos los colores emergían de su cuerpo. Miró alrededor suyo y creyó ver sólo figuras humanas oscuras, negras y grisáceas. Los habitantes de aquellos cuerpos, cansados y fríos, estaban sorprendidos y enceguecidos por la luz del recién llegado.

Le rodearon en silencio; por largo rato esperaron que su palabra les alumbrase y pudiesen ellos rebotar aquella luz hacia todos los rincones.

Cansado de esperar, uno de ellos, el más joven de todos, se atrevió a hablar y, con voz susurrante, como en tono de súplica, le dijo:

- "¡Díganos usted las buenas nuevas!"
El "iluminado" volteó con indulgencia hacia quien le habló y le respondió:

-"¡Di tú primero!. Pues yo vine aquí a cambiarlo todo y, nada más que con llevarles la contraria, haré que esta aureola mía se difunda hasta alcanzarlos; y vendrán los emisarios divinos a ordenarlo todo; los ríos padres se saldrán de cauce y arrastrarán todo el estiércol. Nosotros más los dioses que habitan en los ríos padres y, quienes con humildad, sin rostro ni palabra, se acomoden al orden nuevo y aborden el carrusel, sólo quedaremos."

"El mundo siguió andando" y "todas las pilas se secaron".

Después de aquello y viendo todo lo que ha sucedido, me arrepiento de haber salido de la aldea y no haber hecho nada para que el tiempo se congelase, aferrándome a la idea, por lo menos partiendo de una realidad, mi realidad, que todo quedase como estaba y haberme ido a un mundo distinto a ponerme, atraídos por otros, intentar cambiar al mundo todo sin fijarme en lo que ahora me rodeaba.

Como una vez me dijo un amigo, acabando de llegar de dar un discurso en un barrio. "¡Qué bolas tengo yo! Uno es loco. Vengo de un barrio sólo después de terminar de pronunciar un discurso invitando a los oyentes a que cambiemos el mundo y traigamos para acá el paraíso, no me percaté hasta ahora, que en el sitio donde hablé, en el barrio todo, el agua de las cloacas me llegaba a las rodillas. Seguro estoy, me juzgaron como a un loco, con sus tácticas y estrategias que ignoran al mundo real".



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Eligio Damas

Militante de la izquierda de toda la vida. Nunca ha sido candidato a nada y menos ser llevado a tribunal alguno. Libre para opinar, sin tapaojos ni ataduras. Maestro de escuela de los de abajo.

 damas.eligio@gmail.com      @elidamas

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