Frente al Estado, el individuo generalmente ha padecido de una sistemática ausencia de criterios propios para ubicarse, entender y decidir respecto a cuál debiera ser su papel en la sociedad que le ha correspondido en suerte vivir. Esto lo impulsa a ambicionar en algún momento cualidades sociales, inexistentes pero no imposibles, sea mediante ensoñaciones nostálgicas que enmarquen una edad dorada feliz y, adicionalmente, segura; o sea mediante la irrupción violenta de esas mismas ensoñaciones en el mundo de la realidad, lo cual solemos identificar como revolución, para escándalo y gozo de unos y otros.
Sin embargo, en tiempos en los cuales se han trastocado y fragmentado los paradigmas dominantes del mundo contemporáneo, en especial, en nuestra América mestiza, es de advertirse que -de un modo general- todos los acontecimientos que se han ponderado en la actualidad tienen un denominador común: el Estado. Su vigencia y sus repercusiones en la vida cotidiana y, por ende, en el individuo, son notorias y combatidas, aún de forma imperceptible y apolítica. No otra cosa podría explicar la simultaneidad poco diferenciada de crisis que azota al mundo entero, con sus secuelas en los ámbitos político, social, cultural y económico; siendo manifiesta la necesidad de un cambio estructural que propicie una mejor armonía y una mejor justicia en un marco referencial en el cual la libertad y la autodeterminación de los pueblos sean características respetadas y permanentes.
Como lo definiera William Godwin (1756-1836), “todo Estado desea conservar el orden, lo cual equivale a decir mantener las cosas como están: de ahí su inevitable función opresora y represiva”. Pero más allá de ello, el Estado -como compendio abstracto y real de los temores, deseos y glorias del conglomerado social sobre el cual actúa e influye- se ha convertido casi de forma automática en el factor-raíz que definiría largamente el por qué de las múltiples cosas que acontecen ahora. Y esto porque nunca como antes el Estado había asumido un cúmulo tal de dimensiones, funciones y controles que hace ver en todo ello una amenaza latente y cierta para la autorrealización individual y colectiva, tal como se presenta en Estados Unidos y otros países con una marcada tendencia a suministrar “seguridad” a sus ciudadanos a cambio de una completa sumisión.
Empero, los cambios cualitativos y cuantitativos habidos en el seno de la sociedad actual imponen un replanteamiento general y extremo de todas las estructuras y funciones propias del Estado, así como de las relaciones existentes entre éste, la sociedad y el individuo. En esto coinciden revolucionarios y reaccionarios por igual, aunque con intereses y objetivos contrapuestos. Los últimos –imbuidos de neoliberalismo económico- plantean su virtual anulación o restricción de la escena diaria a través de la privatización y la regulación del mercado. En contrapartida, los revolucionarios, con sus matices, proponen un Estado volcado al bienestar de las amplias mayorías excluidas. Entre tales tendencias, no obstante, existe otra que propugna su completa abolición y sustitución por un poder ejercido colectiva y directamente por el pueblo, aún cuando -de forma inmediata- no hay una presión metódica, sostenida y reflexiva por parte de movimientos consistentes y masivos que apunten a cuajar tal posibilidad.
Por lo pronto, existe cierto consenso en torno a convertir al Estado en una entidad entendida, sostenida y acrecentada (cualitativa y eficientemente) con la participación efectiva de los ciudadanos, lo que supondría alguna superación respecto a los esquemas habitualmente prevalecientes. No obstante, siempre será oportuno tener en cuenta lo dicho por Pierre Joseph Proudhom, al señalar que el Estado “o bien resiste, o bien oprime, o bien corrompe, o bien interfiere”, empeñado en castrar cualquier disidencia interna con lo que se tornará en reaccionario y conservador, esto es, en una opresión más o menos disimulada, arropada por caracteres ideológicos o coyunturales de cierta aceptación colectiva.-