En cada una de las naciones de nuestra América se observa la misma lucha popular. Aunque ésta sea motivada por motivos aparentemente distintos, hay en ella un reflejo común en cuanto a la aspiración de disponer de un mayor rango de derechos democráticos, una transparencia comprobada en el manejo de los dineros públicos, una economía redistributiva y un Estado eficiente. Con pocas diferencias entre sí, los sectores populares de Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Perú y Haití han sido protagonistas de movilizaciones que, de una u otra manera, han marcado cambios significativos en el escenario político interno; en algunos casos, teniendo como efecto la elección de presidentes de tendencia progresista y/o de izquierda que, en el análisis de muchos, representan una segunda oleada de gobiernos alejados de los dictámenes de la Casa Blanca y del capitalismo neoliberal. En medio de todo esto, en Venezuela se observan también movilizaciones cuya exigencia principal es la recuperación del poder adquisitivo de los trabajadores, disminuido enormemente por la acción especuladora del sector empresarial anclado al dólar estadounidense, generando con ello una inflación que no ha logrado parar el gobierno de Nicolás Maduro, al mismo tiempo que, como efecto secundario, se presencia una corrupción generalizada en todo el estamento gubernamental; lo que incomoda desde hace tiempo a la amplia mayoría de venezolanos. Para los grupos opositores éstas representan una buena oportunidad para mellar la confianza y el respaldo obtenidos por Maduro frente a los ataques constantes del imperialismo yanqui y sus súbditos internos, agudizados con sanciones de todo tipo con las que se pretende quebrar por completo la economía productiva venezolana.
Al lawfare, o golpismo judicial y/o parlamentario, utilizado para desplazar del poder a quienes no convenían a los intereses de los sectores oligárquicos y de las grandes corporaciones, principalmente estadounidenses, ahora se unen las falsas noticias (o fakes news, como lo prefieren otros) que son propaladas insistente y descaradamente por los medios masivos de información, sirviendo de justificación para atacar y derrocar a los gobiernos que se consideren fuera de orden, siendo ejemplos de ello lo acontecido en Paraguay con Lugo, en Brasil con Lula Da Silva y Dina Rousseff, en Honduras con Zelaya, en Bolivia con Evo Morales y, más recientemente, en Perú con Pedro Castillo y en Venezuela con Nicolás Maduro; endilgándole a cada uno delitos de lesa humanidad, autoritarismo, fraude electoral, violación de derechos humanos y corrupción administrativa, sin comprobación alguna.
En Chile existe una resistencia popular activa, enfrentada a 30 años de legado pinochetista. En Colombia esta resistencia está, en cierta manera, canalizada a través de la presidencia de Gustavo Petro, luego del periodo neoliberal y sangriento del urribismo, caracterizado por la nefasta presencia del narcotráfico y el paramilitarismo. México vive una transición democrática difícil mediante Andrés Manuel López Obrador con un Estado atravesado por la corrupción y la influencia del narcotráfico. Haití, donde no pareciera haber opciones de paz, desarrollo y democracia por voluntad de poderes extranjeros, se da la infeliz circunstancia de padecer desde hace muchas décadas la más extrema pobreza en el continente junto con la acción homicida de bandas armadas que no permiten ninguna estabilidad posible, a corto o mediano plazo. En Ecuador, el presidente de este país tuvo que dar marcha atrás al plan de privatizaciones, la desregulación laboral y a los aumentos de las tarifas y de alimentos, según recomendaciones del Fondo Monetario Internacional. En Brasil, la ultraderecha (o bolsonarismo) se niega a reconocer el triunfo electoral de Lula, alegando que hubo fraude, por lo que procedió a la toma de algunas edificaciones del Estado, a semejanza de lo hecho por los seguidores de Donald Trump en Washington.
Más allá de lo estrictamente local y particular de estas rebeliones y resistencias populares pospandémicas, será necesario e insoslayable que los diferentes movimientos sociales que en ellas participan reconozcan la necesidad de una ideología orgánica y un discurso propio que faciliten explicar y transformar la realidad histórica que están confrontando. De esta forma se generará un proceso de liberación interior y de auto-expresión que ha de reflejarse en la creación y adopción de nuevos paradigmas con que reemplazar los que han servido de soportes legitimadores, por muchos siglos, del modelo civilizatorio actual. Las tendencias reaccionarias que pugnan por recuperar su hegemonía sólo podrán sufrir una completa derrota si los movimientos populares se afirman en su propia memoria histórica y en los valores que han definido su perdurabilidad y su identidad cultural a través del tiempo. En tal sentido, cabe citar lo escrito en «Táctica y estrategia de la revolución Latinoamericana» por Ernesto Che Guevara, quien explica que «en las fuerzas progresistas de algunos países de América existe una confusión terrible entre objetivos tácticos y estratégicos; en pequeñas posiciones tácticas se ha querido ver grandes objetivos estratégicos. Hay que atribuir a la inteligencia de la reacción el que haya logrado hacer de estas mínimas posiciones ofensivas el objetivo fundamental de su enemigo de clase. En los lugares donde ocurren estas equivocaciones tan graves, el pueblo apronta sus legiones año tras año para consultas que le cuestan inmensos sacrificios y que no tienen el más mínimo valor. Son pequeñas colinas dominadas por el fuego de la artillería enemiga. La colina parlamento, la colina legalidad, la colina huelga económica legal, la colina aumento de salarios, la colina constitución burguesa, la colina liberación de un héroe popular . . , y lo peor de todo es que, para ganar estas posiciones, hay que intervenir en el juego político del Estado burgués, y para lograr el permiso de actuar en este peligroso juego, hay que demostrar que se es bueno, que no se es peligroso, que no se le ocurrirá a nadie asaltar cuarteles, ni trenes, ni destruir puentes, ni ajusticiar esbirros, ni torturadores, ni alzarse en las montañas, ni levantar con puño fuerte y definitivo la única y violenta afirmación de América: la lucha final por su redención». Esta comprensión de la dinámica y de la trascendencia de las rebeliones y las resistencias populares de nuestra América es lo que hará que éstas se liberen del ciclo de flujos y reflujos en que se han mantenido, con altas y bajas que no afectan mayormente las estructuras de dominación y de explotación que nuestros pueblos aspiran sacudirse de forma definitiva; afianzando el derecho de construir una nueva realidad, según sus propios intereses.