Es innegable que, producto del mejoramiento sustancial de las condiciones materiales y económicas de las clases excluidas o empobrecidas que se suscitara en naciones como Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador y Venezuela bajo los gobiernos de Néstor Kirchner, Evo Morales, Lula Da Silva, Rafael Correa y Hugo Chávez, se iniciara un proceso de desclasamiento y reenclasamiento social que, de alguna manera, permitió cierto ascenso social , económico y político de quienes se mantuvieron por largo tiempo excluidos del tipo de sociedad imperante. Consolidado este cambio, ocurre el despunte de algunos grupos políticos reaccionarios, diferentes en apariencia a los grupos políticos tradicionales, lo que explicaría el por qué éstos hayan triunfado electoralmente en tales naciones; a excepción de Bolivia y Venezuela, víctimas, sin embargo, de la violencia y de golpes de Estado fascistoides. En algunos casos, esto ha configurado la democratización del poder económico y político que antes fuera ejercido de modo exclusivo por las clases dominantes. Esto impone el uso de nuevos marcos interpretativos, adaptados a las circunstancias del presente, aún cuando haya todavía la hegemonía político-electoral que facilitó el surgimiento de este tipo distinto de gobiernos. En referencia a esto último, el sociólogo y ex vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia, Álvaro García Linera, expresa que «hegemonía no es directamente sinónimo de continuidad de liderazgo», dada la situación que los ejes motivadores de la lucha y la organización populares, una vez alcanzados, ya no son los mismos y tienden más a la concreción de intereses focalizados o particulares. Conscientes o no del efecto de sus acciones, quienes dirigen el Estado en nombre de las clases populares propician una situación mediante la cual éstas se desactivan, desmovilizan y pasivizan, reduciendo de forma contraproducente sus márgenes de autonomía en función del control asumido. De ese modo, se diluirán los orígenes, los objetivos y el desarrollo de las luchas y de la organización populares, allanando la vía para que los sectores reaccionarios (dotados de mayores y efectivos mecanismos de difusión) exploten las deficiencias y los resentimientos existentes, colocándose en una posición ventajosa respecto a sus contrapartes.
La falta de subversivismo o de iniciativa popular resulta ser una realidad antitética al de una revolución; es más, da pie para que haya una restauración del orden jerárquico (como contramovimiento de las clases dominantes, reforzadas por la clase emergente, surgida del nuevo estamento burocrático gobernante) que se pretendía demoler aunque esta vez con un discurso menos conservador y oligárquico. La condición de subalternidad en que se hallaban antes los sectores populares ahora sería de re-subalternización, lo que marca una contradicción abismal frente a los postulados fundamentales que hicieron posible la transición entre el viejo y el nuevo orden. En esta nueva etapa, la que se podría calificar como la clase emergente abandona la línea subversiva inicialmente trazada para enfocarse en retener su control del poder alcanzado, convirtiéndose en una clase reaccionaria, con intereses particulares que defender.
En muchos de nuestros países, el impacto negativo de los altos índices de pobreza y de desempleo en las condiciones de vida de millares de familias (generados por una política económica neoliberal), la ausencia de una gestión eficaz en materia de servicios públicos de salud y educación, la reducción del poder adquisitivo de los trabajadores ante el incremento especulativo de los precios de los productos alimenticios y la situación de impunidad de la corrupción que roe la confianza general en los valores y la efectividad de la democracia como sistema político adecuado, han minado el sentido común respecto a cuál sería la mejor forma de acomodar las cosas. Muchos de aquellos que sufren los embates materiales y psicológicos de tal realidad, se inclinan por opciones que, si bien lucen autoritarias y ajenas a cualquier propósito de garantía y de ampliación del ejercicio democrático, ofrecen alguna posible salida; estableciéndose cierto paralelo con épocas pasadas cuando, según su criterio, había orden y progreso. Todo esto sin permitirse descubrir cuáles son sus verdaderas raíces, contentándose con solo atacar los síntomas. El descrédito del estamento político-partidista, por ejemplo, a pesar del descontento de un número estadísticamente significativo de ciudadanos, no impide que éstos continúen eligiendo candidatos que sólo ven escaleras en las elecciones para ascender y mejorar económicamente, con poco o ningún apego al contenido de sus discursos, apenas diferenciados unos de otros. La distancia política, ideológica y/o afectiva que pudo existir en el pasado entre distintas fracciones partidistas (tanto de izquierda como de derecha, en algunos casos, mezclándose) se ha acortado considerablemente, con lo cual el espectro político se halla más expuesto a contradicciones que hace cincuenta o cien años. De ese modo, los marcos discursivos reaccionarios encuentran espacio en la opinión pública y se nutren de las frustraciones de un sector excluido de la población que se siente, en algún modo, amenazado en muchas de sus aspiraciones materiales por aquellos que, cree, no merecen alcanzar ni disfrutar de sus mismos privilegios y derechos, viendo en todo esto una injusticia intolerable.
En una entrevista que se le hizo a la autora del libro «Pocos contra muchos», Nadia Urbinati, ésta señaló que «si la democracia solo puede prometerme pobreza, miseria y condiciones humillantes, ¿por qué tengo que ser democrático? Soy democrático porque mi libertad política tiene valor y tiene valor porque a través de ella puedo construir una vida decente. Ahora bien, si la democracia ya no puede hacer esto y deviene solo en las reglas del juego en el que juegan unos pocos que tienen algo propio que defender, resulta evidente que la democracia carece del mismo valor para unos que para otros. Este minimalismo, que habilita que las instituciones sean utilizadas como herramienta de unas elites que no se preocupan por las condiciones sociales de la democracia, le hace un flaco favor al régimen democrático». El repudio a la política tradicional es el basamento principal para que se produzca esta situación. Sin embargo, las dirigencias de las organizaciones con fines político-electorales la pasan por alto, confiadas en la masa de votos cautivos que aún pudieran tener. Ya anteriormente, tras el fracasado intento de derrocar al presidente Carlos Andrés Pérez, en su discurso en el Congreso de la República, el ex presidente Rafael Caldera lo enunció de forma certera: «Es difícil pedirle al pueblo que se inmole por la libertad y por la democracia, cuando piensa que la libertad y la democracia no son capaces de darle de comer y de impedir el alza exorbitante en los costos de la subsistencia, cuando no ha sido capaz de poner un coto definitivo al morbo terrible de la corrupción, que a los ojos de todo el mundo está consumiendo todos los días la institucionalidad». Tras una larga sucesión de regímenes socialdemócratas y conservadores, así como dictatoriales, apegados a los programas económicos neoliberales, se produce una ruptura revolucionaria, teniendo como epicentro el descontento popular, lo que se concretó en la asunción de gobiernos de tendencia reformista, izquierdista y, en algunos países, derivados de la división de los partidos políticos tradicionales. En la actualidad, la autonomía de los individuos frente al poder del Estado es una demanda generalizada. Por consiguiente, ésta deberá concretarse a través de la participación, haciendo necesario el marco legal propio de un verdadero Estado de derecho, lo que nunca será posible de limitarse dicha participación a una adhesión forzada y no natural o espontánea a un determinado gobierno; además de impedirse las condiciones para que se produzca una profundización de la democracia.