A diferencia de lo que se enseña habitualmente en los distintos centros de estudios, la historia humana (y, con ella, del capitalismo, sea cual sea la denominación que se le quiera dar actualmente para diferenciarlo en algo de lo que éste ha sido en siglos pasados) no tiene un desarrollo homogéneo, lineal y evolutivo, sino que fue algo que adquiriría fisonomía propia y centrado inicialmente en la Europa medieval occidental, potenciado por la Revolución Industrial originada en Inglaterra y, luego, expandido por Estados Unidos; ramificándose, posteriormente, al resto del planeta gracias a la acción depredadora, colonialista e imperialista que cada una de estas potencias llevó a cabo en los territorios usurpados de África, Asia y nuestra América. Al escudriñar la historia, podremos apreciar que, desde sus primeros años de formación bajo la sociedad capitalista, al ser humano se le inculca que el principal objetivo en la vida es ganar mucho dinero (con todos los privilegios y disfrutes que esto entraña), alcanzar un cierto reconocimiento social y, de ser factible, ocupar un alto cargo de gobierno, sin bastar un límite moral y ético que lo impida. En su «Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política», Karl Marx escribe que «el modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política y espiritual en general. No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia»; de lo que se deriva que cada persona (incluyendo a quienes promueven un cambio revolucionario de la sociedad en que viven) está expuesta a reproducir la ideología de la clase dominante, lo que hará difícil emprender, con éxito temprano y permanente, cualquier acción o medida dirigida al logro de la Revolución o cambio radical, independientemente del discurso utilizado. Esto último se incrementa en tanto la formación teórica (o ideológica) no esté acompañada por el desmantelamiento del viejo Estado burgués liberal y se concreten realmente unas nuevas relaciones de producción autosustentable, una nueva cultura política y una práctica consciente y organizada de la democracia.
En cuanto a la concepción del socialismo como fin último de la lucha proletaria en contra de las múltiples injusticias derivadas de la existencia del sistema capitalista, ésta ha sido, de una u otra manera, estigmatizada sin mucha base, pero con mucho odio, por quienes se muestran contrarios a su posible implementación. Así, la autodeterminación y la autoactividad de la clase trabajadora, vista y comprendida como la autoorganización «desde abajo» de las clases subalternas, siempre fue combatida a sangre y fuego por las clases dominantes, más aún cuando éstas apuntaban a una transformación estructural de la sociedad. Ahora, con la expansión del capital financiero y de los grandes monopolios transnacionales que dominan, sin soberanía nacional ni regla alguna que los limite, el sistema capitalista en general, se impone que esta autodeterminación y esta autoactividad de la clase trabajadora se ajusten a esa realidad, disputándole espacios e influencias a quienes se apropian de recursos, mercados y de la plusvalía generada por ella. La producción, la distribución, el intercambio y el consumo tendrían, por tanto, que verse bajo otros parámetros, en contraposición a los imperantes, lo que supone generar una revolución de tipo estructural, basada en el bien común y en la preservación de la naturaleza como soporte de vida principal del género humano.
Frente a la realidad contemporánea, cada trabajador tendría que convertirse, simultáneamente, en un pensador y en un declarado militante anticapitalista, haciendo realidad la relación siempre citada entre «teoría y práctica». Quizás esto no origine el establecimiento de una república de consejos obreros, como lo pensaron los bolcheviques en Rusia en un primer momento, pero sí haría posible el reemplazo del sistema capitalista por algo totalmente distinto a él, no simplemente metaforseándolo, literalmente; lográndose en algún momento de la historia la emancipación anhelada por todos. Esto les facilitará no solo denunciar los niveles de pobreza existentes en cada país, la falta de empleo, la ausencia de servicios públicos adecuados de salud y educación, sino también desentrañar cómo las industrias comunicacionales controladas por las clases dominantes inducen el contenido mediático, de modo que se complique conocer cuáles son sus causas reales. Además de determinar que el neoliberalismo no es la «única» concepción social posible, ni es algo «inevitable» para toda la humanidad, con lo que se ha querido establecer, desde el último tercio del siglo pasado, que llegamos al «fin de la historia», al «fin de las utopías» o al "fin de las ideologías», una vez acabada la Unión Soviética.
Mientras esto sucede, «las políticas de redistribución de ingreso -en afirmación hecha por Guillermo Wierzba en su artículo "Liberalismo y democracia son términos contradictorios. Transformaciones e instituciones"- requieren poner un límite a los derechos de propiedad e implican construir un poder político que sea capaz de subir los salarios por encima de los precios, de recomponer el nivel real de las jubilaciones y otras asignaciones sociales». Será interesante que las organizaciones sindicales y movimientos sociales revolucionarios fueran capaces de manifestar y de exigir unas condiciones similares a sus gobiernos, de manera que no se atiendan únicamente los intereses de la clase empresarial como si los pertenecientes a la clase asalariada no tuvieran la misma importancia que tienen los de aquella.
La afirmación respecto a que «Toda lucha de clases es una lucha política», al igual que «La lucha de clases hace a la historia», no nace de un capricho de carácter intelectual o revolucionario. Ella es parte de una comprensión crítica y objetiva de lo que ha vivido la humanidad a lo largo de los tiempos. Vida, democracia, libertad y justicia social siguen siendo valores y objetivos enfrentados en la actualidad a lo que constituye una dictadura del capital globalizado, teniendo como sus soportes principales, en unas proporciones casi equilibradas, a las grandes empresas trasnacionales y al crimen organizado, mientras el Estado limita su actuación al de mero intermediario (o capataz), encargado de mantener bajo control a las grandes masas que se oponen, en desventaja, a su imposición, lo mismo al colapso ecológico y a la deshumanización que se derivan de ella. Cabe entender, como mínimo, que los sectores hegemónicos del mundo se han sumado a una tácita declaración de guerra contra la existencia de la pluralidad de culturas, opiniones y creencias que representan un obstáculo en sus propósitos de imponer un pensamiento único que garantice la inalterabilidad de esa hegemonía que ahora detentan y que coarta la vida, la democracia, la libertad y la justicia social a que aspiran millones de seres humanos alrededor de todo el planeta.