En el Discurso pronunciado por el Libertador Simón Bolívar ante el Congreso reunido en la ciudad orinoquense de Angostura, el 15 de febrero de 1819, éste expone: «Uncido el Pueblo Americano al triple yugo de la ignorancia, de la tiranía, y del vicio, no hemos podido adquirir ni saber, ni poder, ni virtud. Discípulos de tan perniciosos maestros, las lecciones que hemos recibido, y los ejemplos que hemos estudiado, son los más destructores. Por el engaño se nos ha dominado más que por la fuerza, y por el vicio se nos ha degradado más bien que por la superstición. La esclavitud es la hija de las tinieblas; un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción; la ambición, la intriga abusan de hombres ajenos de todo conocimiento político, económico o civil; adoptan como realidades las que son puras ilusiones; toman la licencia por la Libertad, la traición por el patriotismo, la venganza por la Justicia. Semejante a un robusto ciego que, instigado por el sentimiento de sus fuerzas, marcha con la seguridad del hombre más perspicaz, y dando en todos los escollos no puede rectificar sus pasos». Entendía el Libertador (al igual que el Maestro Simón Rodríguez) que la construcción de las nuevas repúblicas exigía hombres y mujeres que estuvieran dispuestos a deslastrarse de la vieja ideología dominante y a adoptar una conducta que correspondiera con los nuevos ideales enarbolados desde 1811, por lo que sería necesario también proclamar la abolición formal y efectiva de la esclavitud de los afrodescendientes y de la servidumbre de los pueblos originarios, dándole carta plena de ciudadanía a estos segmentos segregados de la sociedad colonial.
Con el tiempo, como parte de la evolución fortuita de nuestra sociedad, la esclavitud legalizada (más por interés económico que por intenciones filantrópicas) dio paso a las subjetividades domesticadas de los trabajadores asalariados; gracias a lo cual se mantiene imbatible y confiada la hegemonía del capital frente a la fuerza de trabajo. Esto se mezcla con el adoctrinamiento recibido desde niños (por el Estado y la religión) para que todos adoptemos un comportamiento con corrección y sin excesos, lo que -ya internalizado- hará de la mayoría seres anónimos, sin rasgos singulares y siempre sometidos a la suprema voluntad de quien ostente el poder. La idea de un orden social perfeccionado tendría un origen, por tanto, castrador de la libertad individual que es decir, también, del libre albedrío del cual dispondría cada persona en el mundo. Un ejemplo de ello es la situación secular de la mujer. Simone de Beauvoir puntualizó que «al ser parte de El segundo sexo, fuimos criadas en un mundo definido por los hombres y nosotras mismas estamos definidas por ellos. ¿Cuán libres somos para considerar esa definición como insignificante si nunca conocimos otra alternativa?» Una definición que ha incidido grandemente en el comportamiento pasivo y secundario que aún se observa en muchas mujeres y que, del lado masculino, algunos siguen considerando como algo natural e inamovible; incluyéndose, en ambos casos, para escándalo de algunos, gente que se considera de izquierda o revolucionaria.
Esto impone entender la condición de ciudadanas y ciudadanos como una diversidad y no como un modelo único de ciudadano y ciudadana, del modo que se impuso hace siglos, a través de la Modernidad o civilización occidental europea, o en su acepción más común, del eurocentrismo. Implica también comprender nuestra identidad nacional (más allá de una simple exaltación o referencia cultural o folklórica para el disfrute de turistas) y la identidad particular de cada grupo étnico y social que habita en nuestros países como construcción histórica necesaria para afianzar la independencia ganada en los campos de batalla. Se hace preciso entender que la integración, el multilateralismo y la cooperación siguen siendo las primeras opciones por las que los pueblos y los gobiernos de nuestro continente debieran afanarse en lograr en vez de continuar atados al yugo impuesto por las grandes potencias capitalistas, específicamente por el imperialismo estadounidense; pretendiendo igualar -ilusamente- el nivel de desarrollo económico de éstas.
Según Indalecio Liévano Aguirre, «para las clases dirigentes criollas y sus abogados no existía duda ninguna sobre la conveniencia y la legitimidad de otorgarle a la Emancipación el significado de una victoria exclusivamente suya y de reconocer, por tanto, que a ellas, y sólo a ellas, les correspondía detentar el poder público, porque en sus cuadros figuraban los ilustrados, los ricos, los prudentes y cuantos eran capaces de representar a la civilización frente a la barbarie del pueblo, de los indios y de las razas de color. Las instituciones anglosajonas –y particularmente las norteamericanas– las consideraban los notables criollos como el resumen de la sapiencia política, con tanta mayor razón cuanto que ellas constituían el marco adecuado de garantías que necesitaban las clases poseedoras de la riqueza para acrecentar sus fortunas y defenderlas de las intromisiones del Estado y de las convulsiones revolucionarias». No obstante, esta vida socialmente condicionada poco contribuyó a garantizar la estabilidad social anhelada y proclamada por los sectores dominantes, en vista que sus privilegios representaban una negación abierta y abismal de los derechos que se le atribuían al pueblo, dominado, invisibilizado y explotado. No en balde, la revolución nuestraamericana, concebida en conjunto y no únicamente de manera localista, tiene ante sí el enorme desafío de transformar las subjetividades domesticadas como un primer paso hacia la transformación estructural del modelo civilizatorio bajo el cual aún aspiramos vivir de acuerdo a una democracia de nuevo tipo, más inclusiva, más amplia y más real que la exhibida por los sectores conservadores de cada una de nuestras naciones.