A propósito del artículo de Josep Ramoneda, periodista y filósofo (lo que me parece incompatible, pues el periodista no filosofa), "Estados Unidos y la deriva autoritaria" con la entradilla "Trump personaliza las amenazas en todo el mundo a la democracia y las sociedades liberales", aquí presento mis reflexiones sobre un asunto que hace tiempo me inquieta. Y me inquieta, porque precisamente la principal objeción a las democracias liberales es el libertinaje, su política de indudable libertinaje, sobre todo en materia internacional. Porque en la política doméstica, los escasos y verdaderos límites que en la práctica se pone a la libertad de mercado y al ejercicio de la política a los políticos, son la causa de la causa de flagrantes injusticias. Con esto está dicho casi todo acerca de la prevalencia de las democracias liberales que manifiestamente exalta Josep Ramoneda. Pero también podemos empezar a cuestionarlas por otras vías. Por la crisis del lenguaje, por ejemplo. Especialmente el castellano pero también, me sospecho, común en todas ellas. Crisis que conduce a una vacilante u ostensible indefinición de muchas cosas, y desde luego de las ideologías hasta ayer más o menos tradicionales. Crisis que sobreviene en unos tiempos en que, si se presta una atención pormenorizada al asunto, los cambios de sentido y significado en todo son, más que frecuentes habituales. Algo que acusamos sobre todo quienes tenemos una edad avanzada. La indefinición, clara, abarca a distintos aspectos de la vida política y social, tanto en la nomenclatura política nacional, como en la política internacional. Ello, en parte precedido de la indefinición que abunda en el lenguaje común. Siempre fue así con el paso del tiempo, pero ahora vertiginosamente. Las "actualizaciones" informáticas se imponen. Desaparecen palabras coloquiales por caducas, pero también palabras, ideas y conceptos básicos abstractos fundamentales necesarios, que no han perdido vigencia ni significado porque los necesitamos no sólo para entendernos entre todas las generaciones, si no también para comprender comportamientos; desde la conducta política hasta la familiar. No se pueden obviar palabras como prudencia, temeridad, deber, compromiso, puntualidad, fidelidad, lealtad… Pero a ello se suman cambios de diversos paradigmas en el uso del lenguaje político, que a su vez dan lugar a la transversalidad de las ideologías. Todo lo que ha de producir necesariamente desconcierto en las masas y en las individualidades; desconcierto que exige un paciente reajuste de los planteamientos políticos, de los problemas anexos, y una revisión de las nuevas prioridades registradas por las ideologías que dan señales de estar siendo modificadas. Por ejemplo, en España, las izquierdas, socialismo y socialismo real que desde 1789 tenían como principal paradigma la justicia social, habida cuenta un estimable nivel de vida en las democracias liberales de occidente, han relegado ese objetivo como paradigma, poniendo en su lugar la revolución feminista; una revolución feminista exacerbada, exagerada en la praxis. Exacerbada, no sólo porque ha cambiado el paradigma de la prevalencia del hombre sobre la mujer, casi invirtiéndola, si no porque la equiparación de ambos sexos en todas las democracias liberales se ha consumado legislativamente, como consumada está la ley del matrimonio entre homosexuales, por ejemplo.
Y es aquí, en los cambios de paradigma, donde precisamente pongo el foco, pues eso apunta a la transversalidad de las ideologías. Valores que están presentas tanto en unas como en otras aunque sea con matices en su interpretación. Pues todos cuantos celebran la libertad y la democracia liberal, incluido Josep Ramoneda, periodista y ¿filósofo?, parten de dos premisas para ellos irrevocables; dos prejuicios más, a fin de cuentas. Mucho cambio, pero poco interés en suprimir de su pensamiento y de su lenguaje el prejuicio: fundamental.
La primera premisa es que éste es el mejor de los sistemas posibles, como, para el Pangloss de Voltaire, éste es el mejor de los mundos posible. No me extraña. Sea o no el mejor, lo cierto es que la construcción de la democracia liberal, ahora neoliberal, es cosa del anglosajón. La globalización es anglosajonización. El diseño político y cultural que se han propuesto británicos y estadounidenses para el resto del mundo está ahí. Incluidas en ese diseño invasiones y guerras infundadas, absurdas pero prácticas por sus fines de expolio, de pillaje, depredador. La historia de occidente la viene haciendo y escribiendo el anglosajón, antes de Hitler con su vasto imperio a cuestas, y después de Hitler hasta hoy, con su influencia decisiva de las nuevas tecnologías. Entre unas cosas y otras va empapando a las naciones occidentales de su idioma y de sus costumbres; la última, la fiesta del día de hoy, que ya está casi instituida en todos los países de occidente, convertida en una astracanada colectiva y comercial.
La segunda premisa, para la ideología anglosajona y para quienes, como Ramoneda, la secundan es, que la extrema derecha en Estados Unidos, pero también la europea, intenta desmontar esta democracia liberal superlativa, y el estado del bienestar que ella ha creado. Sus teorías, a partir de su concepción pragmática sobre la forma de organizarse una sociedad, sea cual sea su cultura y la idiosincrasia de los pueblos y naciones, es lo único que cuenta. Su lenguaje político y social, así como el de quienes se unen a él y se conforman a él, sella ideas que funcionan como esenciales en su vocabulario y concepción política. De modo que demagogia, comunismo, fascismo, populismo(s), progresía, liberalismo,… siguen siendo palabras que para ellos tienen el mismo significado, cuando no es así. Y digo que no es así, hasta el extremo de que opino es preciso que el mundo se libre de esos pre-juicios, debe desclasificar los viejos significados y revisar cuanto antes otros también posibles por sus posibles ventajas para todos. Pues hay muchas ideas, muchos conceptos que, con la lógica del cambio habitual, han perdido su significado, y con la flexibilidad contraria a lo dogmático pueden ser polisémicos, es decir, que admiten distintos significados pese a la rotundidad con la que en materia política se expresan el anglosajón británico o estadounidense, y quienes van tras ellos como perros falderos. De esa tarea, la de revisar a fondo esas palabras tan usadas, debiera encargarse la Diplomacia internacional. Pues sólo puede ser cosa de necios no admitir que hay distintos modos de entender y de aplicar esos conceptos, así como las ideologías al uso, aunque en la práctica se desvíen de los fines previamente perseguidos, como sucede con la praxis de las actuales democracias liberales y con el libertinaje en que se ha convertido la libertad. Por lo que yo, personalmente entiendo que quienes se empeñan en la idea de que no hay nada mejor posible que estas democracias es porque ni intentan siquiera ver de otra forma la realidad global o las distintas realidades que la integran, y no sólo relacionadas con la política a secas, sino también con la sociedad humana en general, con la Humanidad y con la biosfera. Esa ceguera mental es la que se alza como una barrera infranqueable entre Oriente y Occidente. Ignorar los excesos de toda clase de libertades en las democracias liberales, los más graves los cometidos por los dirigentes del mundo desde hace más de un siglo, es la prueba de que esa democracia carece de una visión de futuro y por supuesto de altas miras. Lo que impide el intento serio y no disfrazado, de revertir los efectos de la mutación climática. Pues ¿qué es si no un baile de disfraces esas XXVII Cumbres sobre el cambio climático?
Pues lo mismo puede suceder en cuanto al rechazo de la libertad llevada a sus extremos el Occidente liberal. Quienes ahora son tenidos por fascistas, la nueva extrema derecha, como dice Ramoneda, quizá no pretendan saciar una sed de dominio sobre la población ni adoptar una posición hegemónica respecto a todas las naciones del mundo, que es lo que sí pretende ese 30% de la población del mundo que vive en regímenes de libertad. Pues hay una parte de ese 30%, partidario de conectar con otro nuevo firmamento: el de Oriente, el de Eurasia y el de los hasta ahora 22 naciones de los BRICS, una asociación de países emergentes.
Porque hay muchas señales que apuntan a seguir manejando al mundo por parte del anglosajón. Los británicos son más astutos, y los dos partidos políticos yanquis ya no parecen coincidir tampoco en política internacional. Ahí tenemos en la hemeroteca la imagen de la británica primera ministra, Margarita Thatcher señalando con el dedo como objetivo de futuro, las grandes reservas de petróleo en Oriente Medio; ahí tenemos el propósito a todo trance de separar, de excluir, a esa Rusia que forma parte de la cultura europea, de Occidente. Ahí tenemos a esa vieja extrema derecha, ese viejo fascismo, que, bombardeando durante años a dos repúblicas populares ruso parlantes situadas en las fronteras de Ucrania, provocó la invasión de esta nación por Rusia. Sin embargo, en la nueva extrema derecha y en el neofascismo asoma otro propósito: poner fin a la libertad sin límites de las democracias liberales a cuyo frente se sitúa el anglosajón; poner fin a su delirio de poder y hegemónico, impedir el avance en el uso de la libertad que amenaza llevar al abismo a la Humanidad.
Y así como la socialdemocracia ya no es socialismo, ni la libertad que puso en marcha la revolución francesa, ni la que exaltaron e impulsaron sus primeros presidentes para abordar las grandes magnitudes de sus territorios y la de toda iniciativa en Estados Unidos, es la misma libertad que la que está convirtiendo al mundo en un estercolero y en un planeta moribundo, la nueva extrema derecha y el neofascismo, tampoco son la misma cosa que las mismas ideologías en su versión precedente. La paradojas de la política sin infinitas. Y la transversalidad está servida. La promesa de "progreso", por ejemplo, está en las dos ideologías principales. Pero una lo entiende en el mayor consumo y más materialismo, y la otra en la intensa difusión de la cordialidad, de la cultura y de los valores humanistas… Por eso, la paradoja en este caso es que las miras de la nueva extrema derecha y del neofascismo han de ser, justo lo contrario de lo que el viejo fascismo se proponía: poner freno a la libertad en todos sus frentes desbocada y descontrolada, e impedir que las democracias liberales de Occidente se adueñen por completo del planeta y acaben neciamente con él en un plazo no superior a un siglo.
Hablando de transversalidad, y para ilustrar esta tesis, he decir que yo mismo soy transversal. Soy marxista casi de nacimiento, razono desde presupuestos de Marx y detesto la aristocracia del dinero, pero adoro la aristocracia del espíritu. La primera está en la derecha y la otra es fundamental para la izquierda. Amo la libertad, pero por eso mismo me niego a abusar de ella. El significado de ese amor no es común a derechas e izquierdas, pero sí de gentes bien nacidas de los dos bandos. Adoro la desenvoltura de mi vida, lo que es propio de la izquierda, pero uno de mis principios rectores personales es el orden; un orden casi cuartelero que tanto gusta a la derecha… Y así sucesivamente.