La necesidad que tiene la política de comunicarse, la desborda. En cualquier país latinoamericano no es extraño encontrar un reel con algún gobernante (les aseguro que no pienso en Carabobo) bailando perreo frente a una escuela recién pintada. Los comentarios, previsiblemente, se pudieran dividir entre los que celebraran su «desparpajo juvenil» y otros que los que lo tildaban de «payaso del mal gusto». ¿Fue un error? Depende. En comunicación política, en teoría, como ya he insistido, no hay actos inocentes ni productos, per se, buenos o malos. Hay estrategia, coherencia y, sobre todo, horizonte.
Lo primero que tenemos que hacer es admitirlo: las redes sociales son un nuevo ágora. Sin embargo, un ágora donde el feedback se mide en «me gusta» y la profundidad se reduce a 15 segundos. Aquí, el algoritmo —ese Dios caprichoso— premia la espectacularidad, no la sustancia. De allí que muchos políticos, en su desesperación por «conectar», han confundido viralidad con legitimidad.
— «Pero Steven, ¡es lo que la gente consume!» —me dirán.
Ajá. Estoy de acuerdo, aunque no por eso, esté bien. La gente también consume comida chatarra o alimentos súper cargados de azúcar y eso no los convierte en un banquete nutritivo.
El problema no es el formato —el tiktok, el memé, el bendito hilo— sino la pobreza semiótica que hay detrás. Cuando un gobernante baila, ¿qué marco político instala? ¿Qué narrativa política construye? «Soy cercano» o «soy frívolo»? «¿Desmitifico el poder» o «banalizo la crisis»? Sin un plan estratégico, sin investigación previa, sin entender el clima emocional del territorio y del país, ese contenido es un disparo a ninguna parte, y como suele suceder con las «balas frías», puede matar antes que servir para algo. O lo que es igual: un selfie en un funeral.
Recuerdo un caso ilustrativo que traté en su oportunidad: en 2022, el alcalde de Cúa —ya saben, ese que imitaba a «Pasión de Gavilanes»— justificó sus videos como «derecho a divertirse». Error fatal. La comunicación política no es sobre lo que yo quiero hacer, sino sobre lo que el contexto necesita. Claro, Lacava en Carabobo ha logrado capitalizar su arquetipo de «bufón rebelde». Pero su éxito —si así puede llamarse— reside en la coherencia: su discurso no verbal (extravagancia, irreverencia) se alinea con su mensaje («no soy un político tradicional»). ¿Funciona? Para algunos, sí. ¿Es deseable? Eso ya es otra discusión.
Aquí radica el meollo: la política no es entretenimiento, aunque pueda usar sus herramientas. Retomo esta idea expuesta hace tiempo: cuando Gustavo Petro eligió a Francia Márquez —mujer, negra y pobre— no buscaba likes. Como un acto de comunicación política, buscaba interpelar el imaginario elitista colombiano. Fue una elección discursiva total: lo dicho (la nominación), lo hecho (el simbolismo de su trayectoria) y lo omitido (no cedió a presiones de la «casta»).
En contraparte, en Venezuela, seguimos creyendo que saturar redes con fotos de obras —o peor, con coreografías— sustituye el debate ideológico. Spoiler: no lo hace. La comunicación política estratégica requiere tres dosis insustituibles: investigación (para conocer al pueblo), creatividad (para hablarle y que entienda bien) y ética (para no manipularlo y respetarlo por encima de todo). El resto es ruido... o, como dicen que dijo Miranda «bochinche, bochinche, puro bochinche».
¿Podemos exigirle a un tiktok lo que no hemos construido en años de praxis? La respuesta, como siempre, está en el territorio, en la gente que sufre y requiere respuestas dignas. Y en estas necesidades —ahí sí— no hay filtros de Instagram.