Sin animarnos la idea de hacernos eco de alguna estúpida profecía apocalíptica que pueda estar en boga, se podría aseverar que se aproximan, ciertamente, tiempos difíciles para los pueblos de la Tierra. Y no simplemente porque Donald Trump sea la nueva personificación del nefasto imperialismo gringo y mantenga un discurso belicista y supremacista desde su toma de posesión como presidente de Estados Unidos, lo cual constituye un elemento que se agrega a la nueva realidad mundial que se está erigiendo ahora. En el corto espacio de este siglo de transformaciones hemos sido testigos de la irrupción de un control oligopólico de la tecnología que atenta directamente contra los conquistas democráticas alcanzadas por la humanidad a lo largo de más de doscientos años. Hay una batalla ideológica crucial por la defensa de la verdadera libertad y la democracia de la cual nadie podrá eximirse, por mucho que lo quiera, ya que en ella está comprendido el futuro de nuestros pueblos y de nuestro planeta en un sentido general. Las líneas de conducta individual y colectiva basadas en la comprensión, el debate y el consenso están siendo diluidas por el dominio, al parecer indetenible, de los grandes magnates de la tecnología digital (Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft), logrando que lo verosímil y lo diverso sean mal vistos, sacrificados y banalizados en beneficio de sus intereses políticos y económicos particulares; ocasionando un evidente aislamiento psicológico y social entre los aficionados a este tipo de tecnología.
En estos tiempos hay que ser más radicales que nunca en contra del enemigo de clase. El fascismo (o lo que se quiera definir con dicho término, autoritarismo o supremacismo, lo mismo valdría) está en auge y ya no es una amenaza, es una realidad. El tejido ideológico que está creando entre muchos individuos se incrementa a medida que éstos llegan a creer que sólo con instaurar a sus representantes en el poder todo se arreglará en un abrir y cerrar de ojos, sin percatarse que una gran parte de los problemas, las necesidades y las crisis económicas que vienen sufriendo desde hace algún tiempo tienen su origen en la implementación del paquete de medidas económicas ajustadas al modelo neoliberal capitalista, en desmedro de la soberanía nacional y del Estado de bienestar. Gracias al tecnofeudalismo (o infodemia), es irrefutable que la tendencia en aumento de la digitalización de la vida cotidiana ha facilitado la degradación de la ética y la moral en un dilatado porcentaje de la población, desespiritualizándolo a tal punto que le resulta indiferente la guerra de exterminio llevada a cabo por los invasores israelíes contra el pueblo palestino y, así, otros acontecimientos de similar importancia, como el deterioro ambiental o el desplazamiento forzoso de millares de personas huyendo de la guerra, el hostigamiento de bandas criminales y de las crisis que, desde hace décadas, han agravado la situación económica de sus países de origen.
A fin de garantizar la segura obtención de grandes ganancias y el control absoluto del mercado capitalista globalizado, la oligopolización de las estructuras empresariales (productivas, comerciales y financieras, además de aquellas que controlan el mundo digital) requiere que se propicie y se asiente un proceso de derechización extrema con una élite multimillonaria (como sucede en Estados Unidos con el aparentemente desquiciado Trump) que no esconde su respaldo a gobernantes dispuestos a eliminar los derechos sociales de los pueblos, las reivindicaciones de movimientos feministas, proletarios, LGBTQ+, ecologistas, campesinos, indígenas y afrodescendientes, entre otros, y limitar el ejercicio efectivo de la democracia como puntal del orden social y político; lo que terminará por legitimar el autoritarismo político, la desigualdad económica y la exclusión social en una escala aún mayor. Esto nos conduce, en apariencia, a un callejón sin salida inevitable, con unas legislaciones y unas fuerzas represivas con que se trataría de frenar el más simple reclamo de democracia que se atrevan a hacer los sectores populares.
En suma, el universo mental (o interior ideológico) así formado va allanando la vía para que personajes de la peor ralea estén gobernando diferentes naciones alrededor de la Tierra, ya no únicamente Donald Trump, Nayib Bukele, Daniel Noboa o Javier Milei, sino también otros que apenas se diferencian entre sí en cuanto a estilos y discursos, incluso de signo izquierdista. Los ataques e intolerancia a la diversidad, la equidad y la inclusión son elementos centrales en sus respectivas agendas de gobierno, buscando establecer barreras divisorias e, incluso, cerrar la posibilidad de un acceso igualitario de cientos de personas al ejercicio de la democracia, a un empleo digno y a las oportunidades para mejorar sus condiciones de vida. Los multimillonarios derechistas de la tecnología, antes financistas de campañas electorales, ahora convertidos en activistas de la política, quieren imponer su visión sesgada del mundo a la humanidad, en una especie de imperio global, sin más valores que tomar en cuenta que los suyos. Frente a sus embestidas, no vale la simple descripción de sus acciones como fascismo. Hará falta crear movimientos unitarios, desde lo nacional hasta lo internacional, que articulen una estrategia de lucha y resistencia contra los planes de dominación que tales personeros de la derecha autoritaria o ultrareaccionaria están poniendo en práctica, aprovechando los espacios abiertos por la democracia a la cual cuestionan abiertamente en lo que atañe al respeto a la justicia social, a la equidad de género y a la participación política de los sectores populares, sin obviar la condición humana de los migrantes que atraviesan fronteras en búsqueda de una mejor manera de vida. Pero esto exige una posición activa de todos los sectores que se oponen al sistema capitalista y a su soporte ideológico colonial (el eurocentrismo o Modernidad), más que simples pronunciamientos y actos públicos de denuncia y rechazo. Es momento para que los mismos sectores populares se planteen la toma del poder constituido y la transformación estructural del modelo civilizatorio según sus propios intereses y su propia cosmovisión, reemplazando, en su beneficio, las relaciones de poder excluyentes y antipopulares representadas por las minorías hegemónicas; acabando (aunque no sea nada fácil, ni pronto) con el universo mental que nos domina. Para concluir, recordemos lo escrito por el historiador y socialista libertario estadounidense Howard Zinn: «Históricamente, las cosas más terribles -la guerra, el genocidio y la esclavitud- no han sido resultado de la desobediencia, sino de la obediencia»; legitimadas por la opinión pública, la tradición y la ley.