Cuando evaluamos las graves amenazas que aún penden sobre el proceso revolucionario bolivariano (incluida la posibilidad de un magnicidio) no deja de inquietarnos el hecho de que éste se mantenga prácticamente inalterable en lo que respecta a la ausencia de una claridad ideológica –abiertamente socialista y revolucionaria en todos los ámbitos posibles- y de una organización política popular de avanzada, ajena a las manipulaciones las cuales hagan posible tanto la definición como la direccionalidad de este proceso. Esta situación –de la cual están conscientes el Presidente Chávez, los partidos políticos y las mismas masas populares- impide que se produzca un deslinde certero y definitivo entre quienes propugnan el cambio estructural de la sociedad y aquellos que sólo se apuntan a un cambio retórico y tratan de manipular a su favor el fervor de las masas por Chávez, líder único de este proceso bolivariano.
La persistencia de semejante situación se debe, en gran parte, al pragmatismo de una parte mayoritaria de la actual dirigencia, lo cual permite, a su vez, que sea la burocracia quien marque la pauta a seguir, obstaculizando el avance de la construcción del poder popular como meta principal del proceso revolucionario bolivariano. Esto estorba sobremanera a la iniciativa popular, por cuanto la hace dependiente y la somete a los mismos niveles de frustración en que se hallaban las masas bajo el régimen puntofijista. Además, la no aceptación o la ausencia de una ideología realmente revolucionaria minimiza ese avance y profundización del proceso bolivariano que muchos demandan y demuestra también que no hay un compromiso revolucionario serio de parte de aquellos que tuvieron la buena fortuna de acceder a los niveles de gobierno. Se olvida (quizás por inconsciencia o por simple interés) que toda revolución verdadera y, precisamente por querer serlo, cuestiona siempre lo tradicional.
No basta con denunciar lo que no nos gusta. Hace falta agudizar y explotar los múltiples contrastes presentes en el seno mismo de la revolución, de manera que se tensen y se sometan a prueba todas las ideas, todos los métodos, toda la firmeza y toda la resistencia de las cuales puedan hacer gala todas las organizaciones políticas y sociales, desde las que se reconocen abiertamente reformistas hasta aquellas que se proclaman auténticamente revolucionarias. Sin embargo, tal como se manejan las cosas, con un criterio sectario y excluyente, por no decir que personalista, abocados dirigentes políticos bolivarianos al logro de su status electoral, sin atender a los niveles organizativos y formativos que debieran existir entre los diversos sectores populares; se impone que las fuerzas sociales comiencen a generar un liderazgo alternativo y reconocido por ellos, en medio de sus irrenunciables luchas reivindicativas. Ello permitirá, sin duda, trascender el limitado marco conceptual y práctico a que se han reducido la participación y el protagonismo populares, cosa que incide en la vigencia de esa visión cortoplacista, demasiado pragmática y caudillesca que en nada contribuye a fortalecer, ni menos a definir, la búsqueda y la consecución de un verdadero cambio revolucionario. Todo, a pesar de que ya fueron fijados por Chávez diez objetivos estratégicos con este propósito.
Es necesario, por tanto, emprender una lucha campal contra la democracia cupular representativa y reemplazarla efectivamente por la democracia popular participativa para adentrarse en la construcción popular del nuevo socialismo. No hay otro camino. Quienes duden de ello –aún diciéndose revolucionarios- se ubican, sencillamente, del lado de la contrarrevolución. Se requiere, por consiguiente, darle nacimiento a un contrapoder que, partiendo de los postulados constitucionales fundamentales, sea una respuesta revolucionaria contundente frente al reformismo dominante en las diversas instituciones del Estado y, en una proporción considerable, en partidos políticos y organizaciones sociales adheridos al proyecto bolivariano. Este contrapoder vendría a constituir la base del ejercicio democrático del pueblo frente al poder constituido (el Estado), lo que se manifestará en su neutralización, cambio y posterior liquidación. De no confrontarse la gestión cupular se corre el riesgo de abortar toda posibilidad de conquista revolucionaria. Ello obliga a todos los revolucionarios a emprender una permanente campaña de difusión y de debate ideológico que facilite la debida comprensión de los retos de la revolución bolivariana por parte de las masas populares, de modo que sean ellas quienes se apropien de su conducción y la orienten en función de intereses verdaderamente colectivos. Éste será, inobjetablemente, un radical salto cualitativo, tanto en la caracterización del proceso revolucionario como en su definitivo despegue y consolidación.
Aún reconociendo las posibilidades de las acechanzas enemigas, se impone darle organicidad y contenido a este contrapoder. Esto sería consecuencia lógica del antagonismo histórico existente entre reforma y revolución, como también demostración del alto grado de madurez política e ideológica alcanzado por el pueblo en general.-