Dentro de 50 años, el chavismo comenzará a declinar. Esto, en caso de que el proceso político venezolano siga su cauce y desenvolvimiento en forma pacífica. Si ocurre lo contrario y la reacción se empeña en salidas y aventuras violentas, el movimiento bolivariano permanecerá en el poder hasta el ocaso del siglo XXI. No creo que su hegemonía se prolongue más allá de la centuria del XXII.
La duración de los ciclos históricos venezolanos se extiende entre unos 40 y 50 años, más o menos. Los andinos que llegaron con Castro se quedaron en Miraflores hasta 1945. Parecieron regresar con Pérez Jiménez en 1948, pero los sacaron en 1958. El puntofijismo proyectaría su sombra desde este año hasta 1998, cuando el victorioso candidato Hugo Chávez juró sobre una “constitución moribunda”.
La oposición, colaboracionista o extrema, no ha querido ver al proceso bolivariano
desde la perspectiva histórica, como expresión dialéctica de una fractura estructural en el devenir político del país. Por el contrario, jura y se empeña en convencerse de que Chávez es un “inquilino de Miraflores” que se va mañana, luego de cancelar la noche de pensión en la posada. En eso llevan ocho años de traumática espera.
Los adversarios del fenómeno bolivariano reducen sus análisis políticos a la verruga del Presidente, su rango militar, origen campesino y color de zambo. Este reduccionismo simplón los lleva a creer que pueden salir por la vía rápida del jefe del Estado. Ciertamente, en 2002 creyeron firmemente en sus consignas de “vete ya” y “renuncia ya”. La realidad los golpeó duro pero no aprendieron la lección. No podían y, en el fondo, se negaban a aceptar la realidad, reducida también a sus deseos.
No aprenden porque son tercos. Y son tercos porque son torpes. El fracaso de un golpe exitoso -11 de abril de 2002- debió enseñarles que no se trataba de un simple asunto de un hombre alzado con el poder. No aprendieron nada. La aplastante derrota del colosal sabotaje petrolero fue otra lección contundente. Volvieron a racionalizar su aparatoso fracaso y a reducirlo a “las ambiciones del autócrata”.
Los historiadores de la derecha, que pudieron orientar a sus correligionarios, se dejaron llevar por sus bajas pasiones políticas, envidias y odios personales. Así las cosas, no había diferencia en las reacciones del almidonado académico de la historia y el fanático de la Plaza Altamira que le provocó la muerte a puntapié a la pintora Elsa Morales. La oposición, en una encrucijada histórica, estaba huérfana de luz.
Lo que es peor, sigue a oscuras y dando tumbos, entre estériles abstencionismos y sueños explosivos de salidas terroristas o una acariciada invasión yanqui. En el supuesto de que se concretara una de estas opciones violentas y trágicas, sólo interrumpirían al proceso bolivariano por uno o varios años, pero el mismo volvería con mayor fuerza, como el sandinismo en Nicaragua.
En cambio, de llegar a aceptar la incontestable realidad de que el chavismo llegó para quedarse un rato largo –mínimo, medio siglo- esta oposición podría trazar una estrategia con posibilidades de éxito. Sin embargo, frente al fanatismo que la posee y ofusca, esto es como pedirle peras al microondas.
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