Hay un tipo nuevo de fascismo que recorre el mundo, pero no como fantasma, sino como realidad bien palpable.
El fascismo ordinario, según le película del mismo nombre, del soviético Mijaíl Romm, era el de Adolf Hitler y Benito Mussolini. Odioso, racista, violento, brutal, ignorante, devastador, pérdida en estado puro. Pero hay otro.
Siempre me pregunté cómo pudo nacer en un país tan bello como Austria un ser tan horrendo como Hitler o en Italia Mussolini, el maestro del otro. Precisamente por eso, porque no soportaban tanta belleza, tanto arte, tanta lucidez, tanta sabiduría, que ellos no alcanzaban. No soportaban lo ignorado e inaccesible, lo que no les era familiar, y por eso execraban e intentaron exterminar a millones de personas en razón de características congénitas minoritarias. Parece mentira que hayan hecho tanto por tan poco. No es como otras doctrinas, cual la mayoría de las religiones o de las escuelas estéticas o de las opciones políticas, que si no eres católico o pintor cubista te puedes convertir, así sea por la fuerza, como pasó con muchos judíos y musulmanes españoles en épocas en que dominaba la religión de amor. Si no eras adeco en tiempos de IV República podías inscribirte en el partido y con un poquito de suerte tener un empleo o conservar el que tenías en el Estado. Con los nazis no, si nacías judío o gitano o con algún rasgo que te diferenciase del montón, homosexual, comunista, pintor abstracto, minusválido, no había redención posible y estabas por tanto destinado inexorablemente a la exclusión, la execración y finalmente al horno crematorio, en lo que Heinrich Himler diseñó y Adolf Eichmann llamó la «Solución Final para la cuestión judía» („Endlösung der Judenfrage“).
Fascismo viene de fascio, el carcaj, de origen etrusco, de varas idénticas usado por los soldados romanos para portar el hacha de la guerra. Este objeto era símbolo de autoridad en la Roma Antigua. Esas varillas de forma monótona estaban atadas y formaban una unidad. Esa unidad constituía el fascismo, unanimidad que excluía toda disidencia, toda distinción. Las sociedades viven de esa tensión entre unidad y diversidad, entre individuo y colectivo, que entran en conflictos a veces catastróficos. El colectivo Iglesia impone retracción y silencio al individuo Galileo, porque sobresalía demasiado. Stalin aplasta toda disidencia. Fascismo y estalinismo tienen en común esa intolerancia a la diferencia. Pero el fascismo es más radical, porque el estalinismo no aspira al exterminio de nadie per se, por judío, por gitano. La catástrofe estalinista va por otra carretera (ver RHM (1997), Stalinismo: efecto perverso del capialismo). La vocación fascista se propone la anulación de toda diferencia a priori, de modo irredimible. Y se proponía gestionar una supuesta «raza pura». Por eso promovieron la procreación de niños según ellos genéticamente impecables, de padres seleccionados, como se escoge el ganado para obtener los mejores ejemplares de una «raza» (El concepto de ‘raza’ no tiene ninguna validez científica, pero tiene una eficacia política potentísima. Ver RHM (2001), Apuntes para la descripción del paradigma de razas en Venezuela). A eso conduce el primado de la unidad sobre la diversidad.
Y empuja también a una concepción de la belleza como uniformidad mediocre, porque sí, hay belleza mediocre, sin aventura posible más allá de la estética colectivamente impuesta. Hitler era un pintor mediocre y su ministro de propaganda Joseph Goebbels un escritor anodino, que pretendieron imponer a la humanidad la medianía como índole obligatoria. Sus vidas guerrera y estética contrariadas los llevaron al resentimiento y este al odio en estado puro. No se salvó de ese odio ni siquiera la que Hitler y sus nazis llamaban «la raza de señores» porque al final de la guerra, derrotado en su Bunker, Hitler ordenó destruir media Alemania, la mitad que los aliados no habían devastado, porque sus catires no habían estado a su altura y merecían compartir su catástrofe personal. En eso no lo acompañó ni Goebbels, quien no cumplió las órdenes de último minuto de destruir el parque industrial alemán, para castigar al pueblo por la derrota a la que Hitler lo condujo. La perversidad humana no tiene límites. Einstein decía que la estupidez humana y el universo son infinitos, pero tenía dudas sobre la infinitud del universo.
Cuentan que Hitler, fiel a su condición neroniana, ordenó la destrucción de París. Cuentan también que envió un lacónico telegrama, otros dicen que un telefonema, de verificación al comandante de la guarnición parisina, Dietrich von Choltitz: «¿Arde París?» („Brennt Paris?“). Von Choltitz, como Goebbels, se rajó. O, mejor: no quiso pasar a la historia como el Nerón que quemó a París, despilfarro que de todos modos, militarmente, no hubiese valido la pena, salvo para la mente resentida del fascismo. De ese momento dramático nació una película con el nombre de ¿Arde París? (Paris, brûle-t-il ?) en 1966.
Hay otro modo de quemar a París, tal vez más perverso y devastador: insensibilizarte, de modo que al pasar cabe Notre Dame o el Monte Ávila no sientas nada. La estética es asunto de sensibilidad, por algo viene del verbo griego aisthenomai, que significa ‘sentir’, de donde se deriva anestesia, ‘no sentir’ o ‘insensibilidad’. Esta anestesia cultural conduce a que pases frente a Machu Picchu y no se te importe una higa. Es más, puede ser aún más devastador: Aquiles Nazoa compuso un poema en que describía un paisaje hermoso cabe una carretera. Desciende de un auto un tipo de esos de camisa de palmeras, barrigón, vaso alcohólico en la mano, que comenta:
—¡Qué paisaje tan bonito, lástima que no tenga Motorola!
Es decir, lo importante es invadir todo territorio con la modernidad más huera. El «hombre masa» de que hablaba José Ortega y Gasset. Ya hemos visto cómo las autoridades golpistas de la Universidad Central de Venezuela han contratado una agencia publicitaria que proyecta propaganda comercial sobre las Nubes de Calder en el Aula Magna. Esa obra maestra, patrimonio de la humanidad según la Unesco, nuestra Capilla Sixtina, atropellada por la máxima brutalidad industrial-comercial (ver RHM (2006), Los usos de Calder). Cuentan que Carlos V dijo, cuando vio una iglesia renacentista incrustada en el corazón de la Mezquita de Córdoba:
—Habéis destruido lo que era único en el mundo y habéis puesto en su lugar lo que se puede ver en todas partes.
Siempre lo advierto a mis amigos franceses: McDonald’s puede acabar con la culinaria francesa en una sola generación. Basta desensibilizar a una mayoría de la juventud para que ya no entienda los intrincados platos de esa cocina, como de la del resto del mundo, uniformizada en la que por pereza mental llamaré la sazón McDonald’s, Pizza Hut, Wendy’s, Friday’s, Hard Rock Café, etc. Para no hablar de los graves problemas de salud que suele acarrear la ingestión de esa que también por pereza mental llamaré comida.
Lo vemos en la llamada Ávila Mágica. En la cima del Monte Ávila de Caracas, ese lugar privilegiado del Planeta, es posible disfrutar de la vista al mar por el lado norte y de la vista de Caracas por el otro, sin hablar del hermoso bosque que circunda el lugar. Allí, en ese paraje especial Nelson Mezerhane, imputado por el asesinato del fiscal Danilo Anderson, colocó la más ordinaria «feria» de comida rápida del mundo. Y más allá, sobre un gigantesco ventanal diseñado por el arquitecto Tomás Sanabria para abrir una vista magnífica sobre Caracas, colocaron ladrillos para cobijar una sala de videojuegos.
Sí, esa catástrofe de la sensibilidad se llama barbarie. Ocurre con una buena parte de la clase media mundial, mírala, la tienes a tu alrededor, educada para solo valorar centros comerciales y comida rápida, una cultura de la dilapidación de lo mejor que ha logrado a humanidad a través de su historia. Y si no tiene centro comercial y comida rápida se enfurece hasta límites indescriptibles, rayanos en el suicidio. Lo más monstruoso de su inmunidad a todo razonamiento es que sostiene con una ingenua perversidad que ella es la «clase educada». En Alemania, Italia y España esa clase de burócratas, administradores y tenderos tomó en lo años 30 el rumbo que sabemos.
Mera barbarie o fascismo extraordinario. Tú escoges cómo llamarlo.