Rupturas y secuencias

Cuando hablamos de revolución

Cuando hablamos de revolución, necesaria y forzosamente hablamos también de rebeldía. Una rebeldía que, desde los lejanos días de la Revolución Francesa, se manifiesta en contra de todo orden y norma que contradiga, constriña, reprima, manipule y coarte cualquier derecho (individual o colectivo) que comprenda el ejercicio de la democracia como algo intrínseco al ejercicio real de la soberanía popular. En consecuencia, es razonable concluir que la rebeldía es una precondición del ser revolucionario, puesto que lo contrario sería mostrarse conforme con el sistema imperante, lo que representa una situación paradójica intolerable al no producirse ningún cambio estructural como signo distintivo de toda revolución, máxime si adopta los valores ideológicos del socialismo.

Así, pues, la rebeldía tendría espacios abiertos y permanentes dentro de la revolución porque simboliza la oposición al dogmatismo, al estancamiento y, por supuesto, al reformismo gatopardiano que “cambia” todo para dejarlo igual que antes. Quienes la combaten, descalifican, restringen y persiguen, sencillamente se ubican en el bando conservador o reaccionario, aún cuando -incluso- se parcialicen con la revolución y el socialismo.

Cuando hablamos de revolución debemos admitir la posibilidad del riesgo de su institucionalización, pediendo su dinamismo inicial y tratando de preservar el estatus alcanzado, al disponer de los diferentes mecanismos del poder, como ya ocurriera en el pasado con la extinta Unión Soviética y, con ella, los demás ensayos revolucionarios que se dieran en el tiempo a nivel mundial, la mayoría con grandes expectativas, pero que fueron presa de la mediocridad organizada que se instaló en todas las esferas gubernamentales, obstaculizando y disfrazando la participación y el protagonismo populares por razones de Estado. Al respecto, es oportuno citar lo afirmado por Mijail Gorbachov, el último jefe del Soviet Supremo de la URSS, al explicar el cambio de rumbo de la gran revolución bolchevique que organizara Lenin en 1917: “La situación concreta de nuestro país nos hizo aceptar formas y métodos de construcción del socialismo de acuerdo con las condiciones históricas (Primera Guerra Mundial, la guerra civil y la Segunda Guerra Mundial). Pero esas fueron canonizadas, idealizadas y convertidas en dogmas. De allí la imagen castrada del socialismo, el exagerado centralismo en la gestión, el olvido de la rica variedad de intereses humanos, la subestimación del rol activo que la gente tiene en la vida pública”. Estos riesgos y vicios son comunes a todo proceso revolucionario, por lo cual es requisito esencial para minimizarlos y enfrentarlos que la conciencia revolucionaria de los sectores populares sea reforzada constantemente por las luchas emprendidas, su capacidad de movilización e independencia política frente al Estado, el debate ideológico permanente y el logro de espacios autogestionarios, de modo que la revolución y el socialismo no tiendan a petrificarse, contradiciéndose a sí mismo.
Cuando hablemos de revolución y de socialismo es preciso comprender, además, que la transferencia del poder al pueblo ha de ser el máximo interés de todo revolucionario auténtico, independientemente de si ello acarrea o no su desplazamiento como líder o dirigente. Lo que importa -si se aspira originar un cambio revolucionario de relevancia histórica- es que éste tenga su pilar de sustentación en el poder constituyente del pueblo, rasgo que debiera caracterizar a toda revolución que se precie de serlo.-

mandingacaribe@yahoo.es


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Homar Garcés


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