En todo proceso revolucionario, las pugnas por el poder siempre han oscilado entre un sector revolucionario que aspira concretar los ideales del cambio, modificando radicalmente las estructuras, y un sector eminentemente reformista, cuya máxima aspiración es usufructuar el poder y afectar lo menos posible el orden establecido, a pesar de la verborrea revolucionaria utilizada. Esto, en un primer, queda limitado a una esfera exclusiva, donde es difícil que la correlación de fuerzas internas pueda sufrir alguna alteración de importancia mientras no se involucren activamente los sectores populares en esta contienda definitoria. En efecto, son los sectores populares quienes podrían acelerar o desacelerar el rumbo del proceso revolucionario, de acuerdo a los niveles de participación, de protagonismo y de conciencia que tengan en algún momento determinante.
Sin embargo, esta puja por el poder entre revolucionarios y reformistas se manifiesta, primeramente, en las iniciativas que ambos bandos adopten para preservar su espacio, así como en las acciones emprendidas contra el orden establecido, manteniéndose una especie de convivencia forzada que podría acabarse en la medida en que alguno de estos bandos vaya posicionándose y desplazando al otro. En medio de los dos, quienes fueran desplazados por la nueva situación política tendrían la oportunidad de revertirla a su favor, ayudando al sector más afín a sus intereses particulares y grupales, en este caso, a los reformistas. De hecho, llega a ocurrir que algunos de estos provienen del antiguo régimen y terminan por confundirse con los revolucionarios, adoptando su mismo lenguaje e iconografía, como en el caso actual de Venezuela. Esto tiene una influencia significativa porque se daría al traste con las expectativas del pueblo de vivir realmente un cambio revolucionario, especialmente si se proclama socialista, y no simplemente una revolución gatopardiana, donde los revolucionarios verdaderos son calificados de contrarrevolucionarios por quienes se ubican en la contrarrevolución, aprovechándose de la falta de formación ideológica de las masas.
Aún así, esta batalla singular debe producirse y propiciarse en cualquier momento, generando las contradicciones de clase que -hasta el momento- han podido mantenerse represadas, pero que son evidentes cada día. Para dilucidarla, es preciso que el nivel de conciencia revolucionaria del pueblo se exprese en la conquista de mayores espacios de participación política y de autogestión económica, atacando el burocratismo enquistado en todas las instituciones públicas y tomando siempre la iniciativa para ahondar y consolidar la revolución socialista. Esto debe acompañarse por una voluntad política insobornable para lograr el cambio estructural, sin el cual -cualquier revolución que se pretenda- terminará en el fracaso. De ahí que sea necesario apuntar no sólo al cambio del orden jurídico, sino también al funcionamiento y las prácticas tradicionales presentes en todas las instancias del Estado. En todo caso, el socialismo que se proclama tiene que ser subversivo y audaz en sus propuestas y finalidades; de lo contrario, corre el riesgo de repetir las experiencias fracasadas de la Unión Soviética y otros países.
Por ello mismo, los revolucionarios auténticos tienen que generar, junto con el pueblo, todas las posibilidades que limiten la acción y la influencia de los reformistas, si no se quiere la desviación y naufragio del proceso revolucionario. No aislándose, sino participando vivamente en la caracterización de dicho proceso, de modo que sea incuestionable e irreversible el signo ideológico que adoptará en lo adelante, esto es, el socialismo como alternativa revolucionaria efectiva al capitalismo. Aunque ello tenga sus múltiples dificultades, es el camino que se debe transitar para hacer, en consecuencia, la revolución posible.-
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