Rosa Luxemburgo siempre afirmó la necesidad indisoluble de crear, mantener y ampliar los espacios donde se manifestara en todo su esplendor creador la democracia socialista como medida eficaz en contra de la entronización de la burocracia reformista que, en nombre del socialismo y la revolución, buscaría acabar con cualquier expresión de pensamiento independiente. Si esto no ocurría, “la vida se extingue, se torna aparente y lo único activo que queda es la burocracia”. Más radical es su posición cuando denuncia lo percibido en los años iniciales de la Revolución Bolchevique en Rusia: “la libertad reservada sólo a los partidarios del gobierno, sólo a los miembros del partido –por numerosos que ellos sean- no es libertad. La libertad es siempre únicamente libertad para quien piensa de modo distinto. No es por fanatismo de “justicia”, sino porque todo lo que pueda haber de instructivo, saludable y purificador en la libertad política depende de ella, y pierde toda eficacia cuando la “libertad” se vuelve un privilegio”.
En este caso, la revolución popular, surgida de las entrañas de las luchas populares, plantea un cambio radical en las relaciones de poder que acaben con ese viejo esquema dominante de gobernados y gobernantes, en una relación asimétrica que privilegia a los segundos en detrimento de la dignidad, la participación y el protagonismo de los primeros. Para ello, será necesaria la acumulación de fuerzas en el campo revolucionario que permita enfrentar exitosamente la influencia y el poder del bando reformista, con movimientos organizativos de base que sean genuina expresión de la diversidad ideológica, la cual incluiría por igual la contestación anticapitalista como a los defensores del medio ambiente; siendo éstos ámbitos de discusión política e ideológica que servirán de punto de convergencia a los diferentes grupos o movimientos revolucionarios y progresistas, sin que germinen en su seno exclusiones ni dogmatismos de ninguna especie. La revolución popular implicaría, entonces, la lucha por la implantación de la democracia económica y una vasta igualdad social y política, así como la promoción en todo momento de instrumentos de poder que conserven y doten de autonomía al poder popular, de manera que el pueblo cuente con la esperanza de decidir su propio destino, sin minorías antisociales que, usufructuarias del poder instituido, le hacen creer que sus intereses son comunes.
Es imprescindible que la revolución popular esté abierta a un mundo donde -al decir del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN)- quepan muchos mundos, siendo afirmación de una universalidad en sentido cualitativo, vista y vivida desde abajo, en permanente reajuste con la realidad transformada. Esto supone, en consecuencia, la vigencia de un liderazgo revolucionario colectivo, capaz de generar un poder de mando no absolutizado, como ha sido tradicional en nuestra América desde los tiempos del colonialismo hispano, sino que esté orientado para hacer oír la voz y respetar los derechos de las clases oprimidas; por lo mismo, no puede subordinarse a las esferas de influencia de partidos políticos, elites e instituciones del Estado porque se haría parte de más de lo mismo y no fundamento de una revolución en su acepción más extensa y profunda.
Hace falta, por tanto, que los revolucionarios enfrenten a los sectores reformistas en una lucha asimétrica, auspiciando y acompañando la construcción consciente de comunidades socialistas, de gobiernos y poderes públicos alternativos, autogestión económica que liquide al clientelismo político, desarrollo local sustentable, educación popular liberadora y, por supuesto, un poder popular efectivo que trascienda el limitado marco institucional instaurado. Como lo reseña Miguel Mazzeo en su obra “El sueño de una cosa, introducción al poder popular”, las masas populares insertas en estos procesos de búsqueda y de formación de conciencia social y revolucionaria deben, además, “evitar la institucionalización, el ser instrumentadas y mediatizadas por los partidos políticos, resultando imposible la convivencia entre una estructura verticalista, piramidal, integrada por militantes profesionales y las instancias del poder popular. Si esto acontece, el partido y el Estado suplantan la iniciativa y la autonomía de las clases populares”. Esto las hará confrontar sin tregua el poder explícito e implícito de las clases dominantes, aún aquellas que se autoproclaman revolucionarias y socialistas, cuestión que requiere de un alto nivel de conciencia revolucionaria, cotejada con la nueva realidad social, política, cultural y económica. Así, la revolución popular abarcaría extremos que el reformismo, por su misma naturaleza, nunca estará dispuesto a alcanzar, por lo que se impone su construcción para superar y desplazar la lógica del sistema vigente, con participación permanente, protagónica, independiente y vinculante del pueblo.-