Reinterpretar el concepto que se tiene comúnmente de la revolución socialista -en momentos en los cuales los diversos acontecimientos políticos, sociales, económicos, culturales y militares suscitados a finales del siglo XX han trastocado la noción de certidumbre a que estaba habituada la humanidad, aún con el riesgo de una hecatombe termonuclear durante la Guerra Fría- implica adoptar un distanciamiento y un cuestionamiento generalizado respecto al modelo de sociedad actual, de manera que la revolución como tal adquiera una dimensión realmente revolucionaria y, por ende, socialista, evitando convertirse, como lo indicara el Che Guevara, en simple caricatura. Esto pasa por determinar si el discurso y las mismas actitudes personales corresponden a la realidad que se busca trascender y transformar, en lugar de disfrazarla con los ribetes del reformismo, al igual que ocurre con las acciones gubernamentales aparentemente socialistas en algunos de nuestros países.
Pero, esto no será nunca suficiente si no determinamos, a su vez, los objetivos que se persiguen y no contentarse nada más con traspasar los límites individuales en que nos hallemos, en tanto el grueso de los sectores populares se mantiene luchando sin esperanza inmediata por un mundo mejor. Al hacerlo así, estaríamos reivindicando los valores mezquinos inculcados por el capitalismo; razón por la cual se impone someter a tal cuestionamiento los diversos paradigmas que han definido la sociedad humana hasta el presente. Sin ello, se hará sumamente dificultoso sostener una lucha radical hacia el socialismo.
Es fundamental -por tanto- comprender e interpretar que la sociedad siempre ha sido vista y aceptada como una totalidad de relaciones sociales y no la suma de elementos separados, por lo que el socialismo supone una profunda y completa transformación del sistema económico capitalista, en un primer lugar, y de todas sus derivaciones en los demás ordenes; transformación ésta que debe abarcar lo concerniente a las relaciones de producción, así como aquellas que legitiman la propiedad privada de los medios de producción, como su rasgo esencial. Tendría que originarse, en consecuencia, una rebelión integral y permanente contra las estructuras sobre las cuales se levanta el orden establecido. En el caso de nuestra América, tal rebelión debe expresarse en el rescate de la memoria histórica de sus luchas populares -sin ese sesgo positivista y eurocentrista impuesto por la historia oficial- formando un lazo con esa búsqueda de emancipación constante protagonizada por los hombres y las mujeres del pasado que les garantizara a nuestros pueblos su derecho inalienable a la autodeterminación, la democracia, la libertad, la justicia y la igualdad. De ahí que no sea revolucionario y, menos, socialista levantar diques que represen la iniciativa de las bases populares para profundizar las conquistas democráticas y así destruir el viejo orden imperante porque ello sería transitar una vía que nos conducirá, a la larga, al reformismo, haciendo del socialismo una mera aspiración.
Como lo escribiera Wim Dierckxsens en su obra “La transición hacia el postcapitalismo: el socialismo del siglo XXI”: “la sociedad que se proyecta construir, se caracteriza no por el poder de definición del bien común desde arriba, sino por una interpelación ciudadana que opera desde lo local hacia lo global y de lo particular a lo general. La democracia puede llegar a adquirir contenido y forma plenos, cuando la economía se oriente en función de la plenitud de la vida misma. Ello implica una participación más directa de la ciudadanía en todos los ámbitos de la vida”. Por ello, en términos generales, ninguna revolución que se precie de socialista podría contradecir, a riesgo de negarse, tales objetivos, sobre todo, al persistir en el marco de referencia dominante del capitalismo, ya que todo el esfuerzo realizado para lograr una ruptura institucional para acceder al socialismo quedaría en el vacío, frustrándose las expectativas populares.-