La ideología neoliberal capitalista vino a imponer la necesidad de desmontar el poder del Estado en función de los intereses y reglas del mercado globalizado, regido por las fuerzas económicas transnacionales, en particular, de las asentadas en territorio estadounidense. Esto logró que en algunas naciones se procediera a privatizar aquellos servicios públicos y empresas básicas que eran patrimonio del Estado, procediendo a despojarlo de muchas de sus funciones, lo cual hizo que empeorar la situación social y económica de los ciudadanos, creyéndose erróneamente que la inversión privada extranjera aumentaría los niveles de bienestar, en una proporción similar a los disfrutados en las grandes potencias capitalistas industrializadas. De tal suerte, el Estado pasó a ser controlado por el mercado, quedando relegado a un segundo plano el Estado de bienestar social que fuera erigiéndose paulatinamente desde mediados del siglo XX y, junto con él, las necesidades populares: salud, educación, vivienda, agua, electricidad, tierras, sustentabilidad ambiental, entre otras igualmente vitales e importantes.
Pero, a medida que el neoliberalismo económico se perfilaba conquistador en las naciones del mundo, especialmente en nuestra América -con un Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) que subordinaría totalmente la economía hemisférica a la de Estados Unidos- fue surgiendo al mismo tiempo una corriente en ascenso de resistencia popular (movilizada espontáneamente en la mayoría de los casos, sin dirección política definida, como acaeció en Venezuela el 27 de febrero de 1989); al principio como focos aislados, pero que, gracias a las mismas telecomunicaciones controladas por las transnacionales, terminó articulándose de modo solidario y con algunas concepciones más o menos comunes en todos los continentes del planeta, conformando una heterogénea resistencia al capitalismo neoliberal que, luego, adquirió un matiz político y antiimperialista hasta convertirse prácticamente en política de Estado con algunos gobiernos latinoamericanos de tendencia progresista y/o revolucionarias.
Aún con este leve, pero significativo declive del neoliberalismo económico en nuestra América, su propuesta de modificar -de uno u otro modo- las estructuras del Estado burgués-liberal tendría que retomarse y repensarse en función de los cambios políticos, económicos, sociales, culturales y militares que han de producirse en beneficio del pueblo, suponiendo un cambio estructural enmarcado en lo que sería el poder popular y el socialismo, sin ningún resabio reformista del pasado. Por eso, cualquier tentativa dirigida a permitir el ejercicio de la democracia participativa y, con ella, la posibilidad de llevar a cabo una revolución socialista bastante amplia y popular, tendrá como objetivo ineludible el control y la transformación radical del Estado, ya que su concepción secular responde a los intereses de las clases dominantes en detrimento de los intereses de las mayorías populares.
Todo eso debe cambiar, pero exige de los nuevos gobernantes progresistas y/o revolucionarios una voluntad política que trascienda el marco de sus funciones oficiales, capaz de abordar audazmente el problema del poder, horizontalizándolo, haciendo al pueblo co-partícipe de ello en una primera etapa, pero siempre apuntando al objetivo matriz de la revolución socialista de darle todo el poder al pueblo; si no, carecería de todo rasgo y contenido realmente socialistas y revolucionarios. Esto, incluso, podría impulsarse de forma combinada, articulando la práctica revolucionaria de los movimientos sociales y las gestiones del gobierno hasta que los primeros estén en capacidad de asumir, de acuerdo a su evolución y dinamismo sin pausas, las funciones que a este último compete, lo que marcará un antes y un después definitivo respecto a la vigencia del Estado como órgano rector de nuestra sociedad. “El nuevo Estado -como bien lo advirtiera Kléber Ramírez en su obra Venezuela: la Cuarta República (o la total transformación del Estado)- debe dirigir el desarrollo de la democracia de abajo a arriba, comenzando por hacer que todas las comunidades se hagan responsables de su propia gestión, eligiendo ellas mismas sus autoridades administrativas, elaborando y jerarquizando sus planes autogestionarios, en fin, desarrollando todo su potencial de responsabilidad”; cuestión que ahondaría de mejor modo la práctica democrática, erradicando la perniciosa división existente entre gobernantes y gobernados (amén de la lucha de clases), tan característica del capitalismo y de la democracia representativa.-