Para los reformistas, la revolución socialista siempre consistirá en el monopolio creciente de cargos gubernamentales o de elección popular, de manera que puedan ejercer un control absoluto en todos los poderes públicos. Todo esto pudiera justificarse, oponiendo a la hegemonía de las clases dominantes la necesidad de la hegemonía revolucionaria, pero no cuando estos mismos poderes públicos siguen vigentes, sin ninguna transformación interna significativa que coadyuve, en algún sentido, a hacer asequible el poder popular, desde abajo, mediante la participación directa del pueblo. En consecuencia, el discurso revolucionario debe compaginarse con la exigencia estratégica de producir el cambio estructural del Estado burgués, puesto que sus reglas y burocracia responden a unos intereses de clase y de modelo de sociedad capitalista totalmente opuestos a dicho poder popular y, más aún, a la alternativa revolucionaria del socialismo, por lo que mal podría confiar en que todo se reduce a una política populista, transparente y eficiente, sin fijarse un logro mayor como lo es la transformación radical de la sociedad.
Por eso, es un deber fundamental de todo revolucionario contribuir a la debida formación teórica de los sectores populares, permitiéndose a sí mismo y a los demás establecer debates que esclarezcan los objetivos estratégicos que debe fijarse la revolución socialista para producir e implementar el poder popular, a fin de sustituir, finalmente, bajo los parámetros del socialismo, al Estado burgués imperante. La meta, entonces, es propiciar las condiciones objetivas y subjetivas que faciliten la conformación de un autogobierno por parte de los diversos sectores populares que, en una primera etapa, lo ejercerían por medio de las Comunas, como expresión primaria multidimensional de ese Estado socialista y popular -inédito- que se estaría construyendo desde abajo hacia arriba, alterándose substancialmente las relaciones de poder tradicionales entre gobernantes y gobernados.
Esto tendrían que fomentarlo los diferentes movimientos de base, al margen -incluso- del activismo electoral clásico en el cual se desenvuelven también los partidos políticos que se identifican con la revolución y el socialismo; de una manera activa y constante, disputándole espacios al orden establecido, de manera que la conciencia, la organización y la movilización del pueblo generen una correlación de fuerzas favorable que limite y erradique la hegemonía de las clases dominantes. Con ello se evitaría el remozamiento de las prácticas clientelares y representativos que han sido, principalmente, la piedra de tranca que impide que se exprese en toda su plenitud creadora y re-creadora ese poder popular-comunal del cual se habla. Ello implica, por supuesto, asumir una posición política enfrentada al poder constituido porque no se estaría entonces ante ningún proceso revolucionario, a pesar del discurso repetido en torno a la revolución, dejándose todo igual, como siempre, quedando el pueblo en las mismas, o peores, condiciones que antes.
De ahí que el empoderamiento político, económico y social de las mayorías populares debe trascender, forzosamente, cualquier atisbo reformista de quienes controlen el Estado, incluso, en nombre de la revolución socialista. Esto debe originar paralelamente experiencias posibles, enmarcadas todas en la creación de una cultura alejada de los paradigmas dominantes, en las que la disolución del Estado, del capitalismo y de los rangos sociales, políticos y económicos no sea ya un punto de partida sino la derivación de la nueva organización social que se fundaría bajo el socialismo.-