“-Mamá, por qué es tan amable el camarada Stalin.
-Porque es el camarada Stalin.”
-Porque es el camarada Stalin.”
Uno
de los procesos de cambio político más original e interesante que se
haya producido en las últimas décadas en el mundo, es, sin duda, el que
actualmente experimentamos en Venezuela. Tenemos la posibilidad inmensa
-y poco común- de no hacer un remedo mecánico de los momentos vividos
por otros pueblos como grandes frustraciones históricas en la
construcción de una sociedad más justa. Devolverle a la política su
necesario carácter agonístico en una época donde todo asomo de ideales
transformadores parecía desterrado por anacrónico, es uno de los
méritos de esta experiencia inédita. Y hacerlo con un lenguaje fresco,
cargado más de emociones colectivas genuinas que de consignas
fosilizadas, parece (¿o parecía?) uno de sus mejores aportes. Por lo
demás, el trazado de clarísimas ideas que le da sustento al proceso -y
que el preámbulo de la Constitución Bolivariana revela con elegancia y
nitidez-, así lo exige. No es compatible con la democracia
participativa y protagónica que proclama su origen en los “poderes
creadores del pueblo”, la ristra de lemas acuñados para otros tiempos y
circunstancias que ha venido mezclándose con las palabras auténticas de
la nueva realidad. Así, no es lo mismo recuperar el aliento de
integración bolivariana con una frase bellamente repetida por los
pueblos del continente y que alude a la espada trashumante de Bolívar,
que sacar de un molde viejo, por más respetable que éste sea, una
expresión contrahecha (“Patria, socialismo o muerte”) que algunos con
pudor gramatical suelen corregir cuando la escriben (“Patria socialista
o muerte”). Sí, no es lo mismo. En el primer caso hay un espíritu nuevo
aunque sus referentes tengan ya doscientos años. En el segundo, como ya
vimos, algo anda chueco, pese a la probable pertinencia del socialismo,
que si algo tiene de atractivo ahora, es, precisamente, que no se
afinca en el siglo XX, sino en el XXI, con la indispensable
indefinición que requiere todo lo que está por crearse. Prefiero la
incertidumbre, en el sentido que Edgar Morin le da a este término, que
algunas certezas teorizadas y dolorosamente conocidas.
Peor
que ciertas consignas pueden resultar los íconos que a veces se
invocan. Buscarlos en un panteón para presentarlos en la calle, sin
retoque alguno, no es algo que el pueblo haga de su cuenta. Lo hacen
los dirigentes. Y con más frecuencia de lo que los admiradores nos
imaginamos, éstos se equivocan. Si consideramos, por ejemplo, que el
ícono fue buscado no en un panteón, sino en un círculo del infierno de
Dante, el asunto pasa de castaño a oscuro y debemos entonces,
autocríticamente, encender las alarmas si nuestro lugar es el de la
adhesión y simpatía hacia el proceso. Eso pretendo con estas líneas.
Una
foto de la celebración del reciente 12 de febrero en la Plaza Bolívar
de Caracas nos arrojó de pronto a épocas que creíamos suficientemente
superadas. A las imágenes de Marx, Engels y Lenin las acompañaba otra:
nada menos que la de Koba. No conozco partido comunista alguno en el
mundo que ande por ahí proclamando a voz en cuello la reivindicación
del tenebroso georgiano. Tal vez lo hagan en sus nichos los más
dogmáticos, pero en plaza pública y de manera oficial, creo que no lo
hace nadie. Entre nosotros, por lo menos. Tampoco se nos escapa que en
otras latitudes algunos movimientos han colado una que otra vez la
imagen de Stalin, más para confundir y sabotear que para exaltar al
“brusco” (Lenin dixit). Pero hacerlo ahora en Caracas, en plena
efervescencia de la juventud chavista, no deja de generarnos
preocupación y asombro. Una experiencia que procura la participación
popular y no la dictadura de un partido y menos aún, la de un Jefe Único, jamás podrá verse representada en la figura de un sátrapa, salvo
que algunos trabucaires de trastienda la exhiban de contrabando en una
“fiesta de pre-carnaval”, como pudo haber ocurrido en este caso, si le
otorgamos el beneficio de la duda a sus organizadores.
Decir
Stalin es decir lo que Rosa Luxemburgo contrapuso al socialismo:
barbarie. Debemos agregar que la Gran Dama de la Revolución no se
estaba refiriendo a una barbarie mostrenca, sino a una barbarie
totalitaria y resabiada que impidió la construcción de una sociedad
verdaderamente socialista e impuso en su lugar un régimen de terror
absoluto, contrario a las aspiraciones democráticas del pueblo ruso. No
creo que sea necesario a esta altura y temperatura de la historia
explicar nada acerca de esa aberración que se conoce como el
“estalinismo”, para la cual se han agotado ya –y con razón- los más
ásperos dicterios. Lo que sí creo indispensable es no guardar silencio
cuando de manera aparentemente “festiva” o “inocente” se atisba el
preanuncio de algún enlace con esa faz macabra del peor imaginario
comunista.
No
puede la revolución bolivariana suicidarse en primavera recogiendo
lacras o lastres de la historia. Lo que debe hacer es profundizar sus
raíces populares y su vocación democrática. Darle cauce al vigoroso y
entusiasta respaldo que recibe de la gente supone evitar todo tipo de
manipulación “habilidosa” a favor de un Partido Único o de un Jefe
Supremo y permitir (y propiciar, sobre todo) el debate permanente en
espacios amplios y abiertos de deliberación. El presidente Chávez ha
recordado muchas veces a Trotski, una de las más ilustres y clamorosas
víctimas de Stalin, a propósito de su llamado fervoroso a la
autocrítica y su lucha contra el burocratismo. No creo que sea
superfluo seguir enarbolando ese ejemplo y concitar más (y mejores)
aproximaciones inteligentes a los grandes deslindes éticos que la
historia política nos ha venido legando.
La
revolución no se hace en el cubículo de un Buró Político que se erige a
sí mismo en juez o en comisario de supuestas herejías. Tampoco se hace
dentro del anillo de hierro que le veda a sus conductores el roce (no
se diga el diálogo) con las comunidades, por más motivos de seguridad
que impongan los miedos y no siempre las reales circunstancias. La
revolución se hace en el intercambio libre de reflexiones e ideas y se
profundiza, no con el espíritu de los facciosos o de los sectarios,
sino con el ánimo de quien profesa de manera auténtica la inclusión. Y
se fragua, además, con un lenguaje que nos enriquezca, no con la jerga
sumaria y estéril a que nos acostumbraron los políticos tradicionales
del país y que no hemos superado todavía. La revolución no se aviene
con las obsecuencias y necesita, como si se tratara de su savia
primordial, de personas que no hablen por boca de ganso, sino con libre
y entera dignidad.
Un
liderazgo innovador que empalma con una afectividad venezolana
invisibilizada y reprimida por décadas, no puede dejarse expropiar por
nuevas “élites” (o nuevas “clases”), y menos aún, desnaturalizarse por
los vicios que el Poder tiene la mala costumbre de convocar, al menor
descuido de sus transitorios detentadores. Una de esas perversiones es
el culto a la personalidad, erigida, por cierto, en política de estado
por el llamado “padrecito Stalin”, como lo ilustra con encantadora
elocuencia la tautología inequívoca de la señora Raskova que sirve de
epígrafe a este artículo más angustiado que provocador, aunque lo
inverso también parezca cierto.