Esta realidad
de la convivencia de nuestros aborígenes, nos lleva a pensar en el
papel que la felicidad y el dolor, tienen en el contexto ético-moral
y sociopolítico, de las democracias en Occidente. Las democracias modernas
adolecen de sensibilidad humana. Se han convertido, como todo lo que
toca la mecanización y producción en masa, en una especie de máquina
demoledora de conciencia y de búsqueda afanosa de resultados. Si la
victoria significara no votos sino producción de clavos, habría un
afán inusitado por fabricar clavos. La fábrica de votos es el aparato
más complejo que involucra vender fantasía con presentación de felicidad
y ocultar el dolor de la realidad. Si quienes se benefician fabricando
votos (los políticos) tuvieran que compartir esa felicidad disfrazada
y ese dolor oculto, no tendría gracia la política, menos aún el afán
por fabricar votos.
La democracia,
y esto hay que puntualizarlo bien, es el menos malo de los gobiernos.
Sí, esa es la verdad; ya Aristóteles lo decía en el siglo IV a. de
C., de que el hecho de que gobierne la mayoría o la minoría, no es
razón suficiente para calificar a un gobierno; lo que distingue a la
democracia de la oligarquía es la pobreza o la riqueza. Debe distinguirse,
expresaba Aristóteles, en todo Estado la cantidad y la cualidad de
los ciudadanos; por cualidad entendía Aristóteles, a la libertad,
la riqueza, la ciencia, la nobleza; y la cantidad, que no era más que
la preponderancia del número. En una cultura donde el poder esté en
manos de los ricos, incluso si son mayoría, habrá oligarquía; allí
donde el poder lo tengan los pobres, aún cuando estén en minoría,
habrá democracia. Aristóteles distingue diversos grados de democracias:
La que se refiere a las funciones públicas y están ligadas a un censo
muy modesto, el cual no está en contradicción con la naturaleza democrática
del gobierno; donde no se exige ninguna condición de censo para ser
elector, pero sí se requiere una pequeña fortuna para ser elegible;
donde no se requiere ningún censo, ya que las funciones son gratuitas.,
aunque en la práctica son solo accesibles aquellos que disfrutan de
cierto bienestar; es decir, que solo en teoría dichas funciones son
gratuitas; y cuando las funciones públicas están remuneradas, lo que
provoca que los pobres las busquen como un medio de vida. Esto deriva
en una multitud que se apodera del gobierno. En consecuencia el pueblo
se convierte en monarca y pretende comportarse como tal, pero surgen conflictos,
debido a que el poder reside en demasiadas personas.
Aristóteles,
explica en su obra “La Política”, que es cierto que son esenciales
a toda democracia la libertad y la igualdad, cuanto más completa sea
esta igualdad de derechos políticos más existirá la democracia en
toda su pureza, pero llegar a ese equilibrio cuando tantas personas
tienen expectativas con el gobierno es un absurdo, siempre habrá uno
que pase la raya y se beneficie más que otros. Desde los primeros registros
de la democracia, se dice que esta idea nace un día en que un orador
y político griego Clistenes, sentado en una roca en la playa, pensaba,
afligido, en como mejorar la situación política de su amada Atenas,
entonces, al mirar al suelo, vio una piedrecita blanca y otra negra,
que lo motivaron a crear la llamada democracia (forma de gobierno basada
en la “isotemia”, derecho igual para todos), y para defender este
sistema también crea el ostracismo, votar, guardando en el secreto
de las conchas de ostras, nuestro criterio hacia una o varias fórmulas
de potenciales gobernantes.
Ahora bien:
¿esa democracia, en esta transformación en que la modernidad la ha
colocado, guarda algún espíritu de felicidad verdadera? No lo guardó
en el pasado menos se puede soñar que en el presente tenga ese sentido
sublime de perfectibilidad. La democracia, sobre todo la socialista,
debe profundizar sus valores y sus lazos con el pueblo. Dejar de ver
al soberano como un vínculo con el producto “voto”, y empezar a
verlo como parte de un proceso de transformación y de crecimiento que
le haga entender el modelo bolivariano como expresión de una felicidad
y dolor compartido. Si el pueblo no tiene unos líderes que se sienten
en las vigas del Estado, situadas sobre el estrato mayor de la sociedad,
con una cuerda atada a sus testículos u ovarios, que haga posible que
cada vez que el pueblo tenga una contracción, tire de la cuerda y transfiera
a sus gobernantes lo que le dolió, se estará siempre dando vuelta
en una transición que no alcance la conclusión de un Estado de justicia
social plena. Para alcanzar la meta el secreto, o estrategia mágica,
es compartir con equidad.