Osama

Allí estaba él y su sonrisa a lo Gioconda, de esa que ponen los actores cuando reciben un Oscar, flotando sobre la alfombra roja. Entonces, ¡Dios sea loado! El Dr. Frankenstein, perdón, el presidente Obama, anuncia que el monstruo que escapó de sus manos ha sido cazado. “Dí la orden, Osama ha sido asesinado”. Créanme, lo dijo y yo lo escuché.

A mi me enseñaron que asesinato es asesinato. No importa si se trata de un acto terrorista que liquida de manera horrorosa a decenas de personas, o de un crimen individual. La vida humana es sagrada. El Estado debe ser la cumbre y síntesis de la razón y su fundamento la justicia. Ningún crimen, por perverso que sea, autoriza a un Estado a perpetrar, en nombre de cualquier argumento, un acto de venganza, o un delito de las mismas proporciones al que se pretende reducir.

Entonces, como diría el filósofo, no aclares que enredas. Primera versión: “Iba a ser detenido, pero estaba armado, se resistió, utilizó a una mujer como escudo”. Para que luego, Y. Cerney, vocero de Obama, admita que “no estaba armado pero se resistió (¿?), por eso recibió un tiro en la cabeza y otro en el pecho, una mujer se atravesó y resulto herida”. Inmediatamente, los amos del mundo, junto a sus medios, se desmelenan en un aquelarre de felicitaciones, sin ninguna consideración con la ética.

Otra vez muere Osama, prestándole valiosos servicios al gobierno norteamericano. Recordemos que Bush era el presidente más desprestigiado de USA, suerte de personaje de caricatura, hasta el 11-S, cuando pasa a ser un respetado y temido estadista guerrero, por obra y magia de Osama (hijo del socio de Bush, el viejo), quien presuntamente ataca las torres gemelas. Además, facilitó la invasión de Irak y Afganistán. ¿Y cómo se sabe que fue él? Por unas imágenes altamente cuestionadas que nunca fueron confirmadas.

Parece que Obama aprendió bien la lección de su antecesor. Poco importa que la prensa europea comente en 2006 que el monstruo murió de una deficiencia renal en un hospital militar americano, en Dubai, o que fue asesinado por la Alianza del Norte, o que el entonces dictador de Pakistán, Persef Mustafá, asegure ante la televisión gringa, que “el malo” murió en los bombardeos sobre la frontera con ese país. Osama todavía da para más. Como un prestidigitador, Obama mete la mano en su chistera y cual liebre, aparece la cabeza maldita, a rescatarlo de la debacle electoral en las parlamentarias y de una caída en su popularidad que lo mantenía chupando el zócalo de La Casa Blanca.

En un país convulsionado por la crisis en sus cuatro costados y sacudido por miles de protestas sociales que se repiten a diario, Obama pretende repetir como presidente y recurre al chovinismo americano. Para ello, Osama puede auxiliarlo con una muerte adicional. Lo esperado: se dispara en las encuestas y se aureola de un manto de mano dura y eficiencia, produciendo un giro en su imagen, dejando atrás la percepción que de él se tenía de un hombre cauto, prudente y negociador. Sabe que ha perdido el apoyo de los sectores progresistas y se le recuesta al republicanismo conservador para compensar la carencia. Aquel que había servido para lavar dinero a favor de la CIA y apoyar a los contras nicaragüenses, elogiado por Reagan y utilizado para reclutar a los islamistas radicales impacientes, a fin de mantenerlos a cubierto, permitiéndoles ciertas operaciones y reprimiendo oportunamente aquellos actos terroristas que justificaran el miedo del mundo y los altos presupuestos en seguridad, ha prestado su último servicio.

No faltará algún alucinado teórico de la conspiración que imagine a Osama, jubilado, gozando, junto a su suplente, de una piña colada en Puerto Rico. Después de todo, junto a Elvis y Michael Jackson, fue por un tiempo el favorito de América.

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Juan Barreto

Periodista. Ex-Alcalde Metropolitano de Caracas. Fundador y dirigente de REDES.

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