En el reciente informe 2011 “Crimen y violencia en Centroamérica. Un desafío para el desarrollo”, del Banco Mundial, puede leerse que “El crimen y la violencia constituyen el problema clave para el desarrollo de los países centroamericanos. En tres países -El Salvador, Guatemala y Honduras- los índices de crimen y violencia se encuentran entre los tres más altos de América Latina. En los demás países de la región -Costa Rica, Nicaragua y Panamá- los niveles de crimen y violencia son significativamente menores, pero un aumento sostenido de los índices de violencia en años recientes es motivo de preocupación. Existen razones para ello. (…) ¿Qué hay detrás del crimen y la violencia en Centroamérica? Este informe presenta un análisis detallado de las tres causas principales de la violencia en la región: el tráfico de drogas, la violencia juvenil y las maras [pandillas], y la disponibilidad de armas de fuego. Asimismo, examina la debilidad de las instituciones judiciales como un alto factor de riesgo frente a la expansión del crimen y la violencia generalizadas”.
En sintonía con esto, el jefe del Comando Sur de las fuerzas armadas de Estados Unidos, general Douglas Fraser, declaró recientemente luego de una visita a México en el marco de la “guerra al narcotráfico” que se da en ese país: “El Triángulo norteño de Guatemala, El Salvador y Honduras es la zona más letal del mundo fuera de las zonas de guerras activas”. Sin dudas el istmo centroamericano no pasa por su mejor momento, y todo indica que su perspectiva de futuro no es muy promisoria: la potencia del Norte ha desplazado su frontera sur desde México hacia Centroamérica.
Como potencia global dominante, Estados Unidos no está dispuesto a perder su sitial hegemónico en el mundo. En estos momentos nada augura su pronta caída, pero como unidad nacional hace años que está estancado en su crecimiento, y los escenarios a futuro le plantean interrogantes. Su empuje arrollador del siglo pasado se ha revertido, y la suma de problemas domésticos más las amenazas de los nuevos centros de poder que van logrando mayor protagonismo mundial (China como segunda economía, Unión Europea, los BRIC), ponen en alerta a su clase dominante. Además, la lucha feroz por recursos estratégicos (petróleo, agua dulce, minerales vitales) transforma a muchos países en meros campos de batalla, donde sus poblaciones sólo son peones de ese monstruoso tablero manejado por potencias.
Latinoamérica, el natural traspatio de la Casa Blanca, su zona de influencia por excelencia, no puede perderse por nada del mundo en su lógica hegemónica global. De ahí el actual corrimiento de su frontera. Ahora la misma ya no está en el río Bravo, con México: ahora Centroamérica pasó a formar parte vital de su geoestrategia continental, y su presencia militar comienza a crecer inquietantemente en esa región.
¿Suenan tambores de guerra para Centroamérica, que aún no termina de recuperarse de los terribles procesos bélicos intestinos de décadas atrás? Lamentablemente: sí.
En realidad esta atribulada región nunca ha conocido la paz. En todo caso Costa Rica vivió durante buena parte del siglo XX sin guerras internas, llegando al punto de no tener fuerzas armadas regulares. Pero eso está cambiando. Toda Centroamérica –sin duda, una de las regiones más pobres del mundo, con índices no muy distintos a los del África subsahariana– está hoy virtualmente en guerra. Firmados los débiles procesos de paz en años pasados (Nicaragua en 1990, cuando salen los sandinistas del poder, implicando eso también a Honduras, donde tenían sus bases las fuerzas de la Contra; El Salvador en 1992; Guatemala en 1996), ningún país conoció ni la paz, y mucho menos la recuperación económica (no digamos ya la prosperidad). Las guerras oficiales terminaron, pero el área siguió militarizada, violentada, con índices de criminalidad increíblemente altos, plagada de armas. Y además, como caldo de cultivo de todo esto: tremendamente pobre, con desigualdades insultantes, poblaciones marginalizadas y jóvenes sin futuro.
Analizado en detalle este panorama, puede verse que ese clima de violencia generalizado no es azaroso. La violencia es negocio para muchos; por supuesto, no para las grandes mayorías, que son quienes siguen poniendo los muertos y heridos, estén o no en guerra en términos técnicos. Pero sí para los distintos grupos de poder: élites históricamente dominantes ligadas a la agroexportación, nuevas élites vinculadas a los negocios “calientes” (crimen organizado, narcotráfico, lavado de dinero) y, como siempre, la omnipresente “Embajada”, representante de los intereses geoestratégicos de las grandes corporaciones.
Si bien Centroamérica no representa un gran mercado para las multinacionales estadounidenses (sólo el 1% de su comercio exterior), la zona tiene importancia vital en la estrategia de dominación continental. La militarización en marcha así lo indica.
Para decirlo con datos concretos: la presencia militar de Washington en América Central y el área del Caribe está creciendo a pasos agigantados, amparándose en la siempre justificable “lucha contra el crimen organizado y el narcotráfico”, flagelos que ya parecen una nueva plaga bíblica.
El citado informe del Banco Mundial lo expresa claramente aportando datos; el Pentágono pone en marcha los planes ad hoc: en Honduras mantiene la base aérea Soto Cano, en Palmerola, contigua a la ciudad de Comayagua. La misma se utiliza para prácticas de radar y estación, proporcionando apoyo para entrenamiento y misiones en helicóptero que monitorean los cielos y aguas de la región, con lo que juega un papel clave en las operaciones militares. Junto a ella, Washington reforzará prontamente sus bases militares en la costa norte hondureña, dado que en Islas de la Bahía se abrirá un nuevo destacamento con el asesoramiento del Comando Sur. De hecho ese comando asesora otro enclave en el departamento de Gracias a Dios, fronterizo con Nicaragua, bajo el supuesto objetivo de combatir el narcotráfico. Valga decir que Honduras, desde mediados del año 2009, se encuentra virtualmente bajo mano militar, más allá de la mascarada oficial de un gobierno elegido democráticamente, cuando el ejército del país sacó al entonces presidente constitucional Manuel Zelaya, disfrazado golpe de Estado que Estados Unidos apoyó.
En el vecino país de El Salvador el Pentágono mantiene la base militar Comalapa, utilizada para el monitoreo satelital y apoyo a las bases grandes como la de Manta, en Ecuador (desde donde se realizó el operativo de ultra tecnología contra Raúl Reyes, el segundo jefe de las FARC, en Colombia, a inicios de 2008), con personal que tiene acceso a puertos, espacios aéreos e instalaciones de gobierno.
La desmilitarizada Costa Rica mantiene la Base Militar Liberia. La misma funciona como centro operativo durante negociaciones preliminares y confidenciales; y junto a ello, desde mediados del año 2010 el país cuenta, a partir de un pedido constitucional, con la presencia de 7.000 marines y equipamiento de guerra de alta tecnología (¡hasta un submarino!), supuestamente para combatir el flagelo del narcotráfico.
Guatemala, sin presencia militar estadounidense directa y asolada por el crimen organizado, ya tuvo un estado de excepción entre fines del 2010 e inicios del 2011, medida que más allá de la espectacularidad mediática, no condujo a ningún avance real en el combate a la narcoactividad. Y ahora, con la reciente masacre de casi 30 campesinos en el departamento de Petén, limítrofe con México, vuelve a sufrir un estado de sitio (local, para la mencionada región). Es decir: la declarada ingobernabilidad hace menester una presencia militar como reaseguro para el mantenimiento del orden. ¿Marines a la vista quizá? Como mínimo, ya hay voces pidiendo el aumento del presupuesto militar nacional.
En Cuba, desde una eternidad, sobreviviendo incluso a la revolución, sigue presente la base naval de Guantánamo. Ubicada a 64 km. de Santiago de Cuba, la segunda ciudad más importante del país, y a 920 km. de la Habana, el destacamento militar abarca un área de 117,6 km2., delimitando una línea de costa de 17,5 km. Nadie sabe a ciencia cierta qué sucede allí dentro, pero las denuncias de tortura y tratos inhumanos sobran.
En Puerto Rico, si bien la base ubicada en Vieques se movió hacia Texas y Florida en el año 2004, persisten muchas de las actividades de preparación militar que se hicieron allí históricamente, por lo que el país no ha cesado de estar militarizado.
Siempre en aguas del Mar Caribe, en la isla de Aruba está la base Reina Beatriz, y en Curazao la base militar Hatos, conocidas como FOL (Forward Operation Location), bases pequeñas que sirven para monitoreo satelital y como apoyo para el control de vigilancia en las Antillas.
La militarización de la región se completa por tierra con el escalamiento de operaciones castrenses que está teniendo lugar en México con una frontal guerra contra los carteles del narcotráfico, a lo que se suma desde 1994, en el sureño estado de Chiapas fronterizo con Guatemala, el despliegue sistemático de más de 40.000 soldados del ejército mexicano con el objetivo de tener sitiada a la insurgencia del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). A lo que se agrega, por el sur de la región, el Plan Colombia (hoy día rebautizado Plan Patriota), en la república de Colombia, lo que deja a Centroamérica en el medio del fuego cruzado.
Además de ello, los tambores de guerra tienen como otro elemento más la reactivación de la IV Flota y convenios de patrullaje conjunto con las fuerzas armadas de los distintos países de la región, todo lo cual agrega más militarización en el ámbito marítimo.
En conclusión: Centroamérica, que desde que terminó sus guerras internas en la primera mitad de la década de los 90 del pasado siglo nunca conoció la verdadera paz, ahora atraviesa un período de violencia crítica (la masacre y decapitación de campesinos en Guatemala la semana pasada lo reafirma) que justifica la necesidad de más “mano dura”, más armas para combatir a este flagelo del crimen organizado “desatado”, más estados de sitio y verde olivo dominando la escena. Nos apuramos a decir que de ningún modo la reciente masacre de Petén fue algo planificado por la estrategia imperial; hasta donde se sabe, se juegan allí disputas de territorio entre mafias. Pero lo importante es ver cómo toda esta criminalidad violentísima abona, en definitiva, la idea de “Estados fallidos” (retruécano inventado en las universidades de Estados Unidos), y la consecuente “necesidad” de ir a salvarlos (para eso están las bases de la región, y quizá los futuros marines que seguirán llegando).
¿Será cierto que a la actual administración de Washington le preocupa el narcotráfico? Si hubiera un interés real por terminar con un problema de salud pública tan amplio como el consumo de drogas ilegales en su país (los cálculos más conservadores ubican en 15 millones la cifra de adictos en el territorio estadounidense), muy otras deberían ser las iniciativas. Quemar sembradíos de coca o de marihuana en las montañas de Latinoamérica o llenar de armamento sofisticado a las fuerzas armadas de los países al sur del Río Bravo no baja el consumo de estupefacientes entre los jóvenes de New York o Los Ángeles. Además, la tonelada diaria de droga que entra al país por distintos puntos, ¿no puede controlarse de fronteras para dentro? ¿No hay distribuidores de todo ese producto en la tierra estadounidense? ¿Sólo los morenitos criminales gustadores del narcocorrido o el reggaetón son los “malos de la película” en este asunto? ¿Por qué nunca se extradita algún criminal norteamericano a, por ejemplo, Colombia? ¿Y sólo en Centroamérica hay narcolavado? Los paraísos fiscales, secretos, intocables, ¿son también de latinoamericanos?
La violencia nunca puede combatirse eficazmente con más violencia. En otros términos: ¿por qué se sigue militarizando un problema que no es militar? O bien el asunto está mal encarado en términos técnicos, o bien –nos quedamos con esta segunda hipótesis– hay otros intereses tras esta “guerra a muerte” contra el narcotráfico y el crimen organizado. Y junto a ello, ¿será que le preocupa tanto a la Casa Blanca la proliferación de “maras” en los países del “triángulo del terror” de Guatemala, Honduras y El Salvador? ¿Por qué le preocupan tanto las bandas de malhechores en estos países? ¿Quién dijo que los Estados de esas naciones son “fallidos”? Cuando se trata de defender ciertos intereses, esos aparatos estatales no fallan. La idea de “fallidos” es un engendro conceptual al servicio de futuras invasiones, así de simple. Si “fallan” hay que reemplazarlos. Ahí están, una vez más, los salvadores marines…
La lucha contra estos nuevos demonios que aterrorizan a Centroamérica –el narcotráfico, el crimen organizado, las maras– permite a la geoestrategia de Estados Unidos estar donde quiere, cuando quiere y haciendo lo que quiere. Y, en realidad, ¿qué hace cuando desembarca en cualquiera de estos “pobres países del Sur” productores de drogas ilícitas? Cuida sus intereses hegemónicos a sangre y fuego, intereses que no son, precisamente, la salud de sus ciudadanos sino los de sus gigantescas multinacionales. Si de la salud pública de su ciudadanía se tratase, no invadiría ni abriría bases militares en el extranjero, y en vez de soldados armados hasta los dientes en la misión salvadora… habría médicos y psicólogos en acción.
¿Qué busca la clase dominante estadounidense en Centroamérica? 1) Recursos vitales (energéticos, agua dulce, minerales estratégicos, biodiversidad para la industria transgénica), 2) posicionamiento militar cada vez más amplio en todo el orbe con lo que seguir controlando y teniendo a raya posibles alzamientos en su zona de influencia, y 3) movimiento en su economía interna con una formidable industria bélica que no se detiene, y que obliga a fabulosas compras tanto en lo interno como por parte de los gobiernos de los Estados “fallidos” en cuestión.
Complementando el tristemente célebre Plan Colombia –que en casi diez años de existencia y con alrededor de 5.000 millones de dólares invertidos no ha reducido en un gramo la producción de hoja de coca en el territorio colombiano que, por el contrario, subió más aún– ahora surge el Plan Mérida. Este plan, también conocido como Iniciativa Mérida o Plan México, técnicamente consiste es un proyecto de seguridad establecido entre los gobiernos de Estados Unidos, México y los países de Centroamérica y el Caribe para combatir el narcotráfico y el crimen organizado. El acuerdo fue aceptado por el Congreso de los Estados Unidos y activado por el presidente George Bush el 30 de junio del 2008, en tanto la actual administración de Barack Obama lo ha hecho suyo igualmente. El paquete de asistencia prevé un monto de 1.600 millones de dólares para un plazo de tres años. Durante el primer año estará proporcionando a México 400 millones de dólares en equipo y entrenamiento y un monto de 65 millones de dólares para las naciones de Centroamérica: Belice, Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua y Panamá; el plan también incluye a Haití y a la República Dominicana en la porción del paquete para Centroamérica. Oficialmente, los objetivos perseguidos con toda la iniciativa son: la mejora en los programas de las agencias de seguridad de todos los países implicados en la vigilancia de su territorio, el equipamiento y activos para apoyar a las agencias de seguridad homólogas, la provisión de tecnología computarizada para fortalecer la coordinación de las fuerzas de seguridad e información entre Estados Unidos, México y los países del istmo centroamericano, y la provisión de tecnologías para aumentar la capacidad de recolección de inteligencia para propósitos de orden público.
Si se toman en cuenta seriamente los logros de casi una década de existencia del proceso de militarización de Colombia con el Plan Patriota, la experiencia debería ser negativamente aleccionadora: la supuesta “guerra” al narcotráfico no se ganó. Por el contrario: la producción y distribución de cocaína, y en menor medida marihuana, que llega a suelo estadounidense no disminuyó sino que siguió aumentando. Y tampoco bajó, por cierto, la cantidad de consumidores en suelo estadounidense con esas acciones militares. ¿Por qué entonces repetir el modelo ahora en una nueva región del patio trasero de la gran potencia?
Sin dudas México y los países centroamericanos constituyen hoy la ruta principal por la que transita la droga latinoamericana con rumbo a Estados Unidos (se estima en un 80% del volumen total de tóxicos consumidos en suelo estadounidense), calculándose que los narcotraficantes aztecas mueven unos 25.000 millones de dólares al año, con poderosos cárteles (el de Sinaloa, el de Juárez, el de Tijuana y el del Golfo), mientras que en los países centroamericanos los grupos dedicados al trasiego de drogas ilícitas también son un pequeño Estado dentro del Estado aportando, según estimaciones confiables, alrededor de un tercio de las economías locales (la proliferación de centros comerciales de lujo, condominios de alta categoría y torres que no tienen nada que envidiar a las de Miami o Atlanta no deja de sorprender en uno de los lugares más pobres del continente). Por supuesto que estas redes se mueven fuera de la ley y son un foco real de criminalidad, violencia, muerte y dolor para las poblaciones en que están establecidas (aunque también son una fuente de ingresos, lo cual hace que, para esas mismas poblaciones históricamente pobres y excluidas, no se vean tanto como “delincuentes” sino como benefactores).
No hay dudas que en estos momentos asistimos a una catarata mediática impresionante respecto a estos temas: la masacre de los otros días en Guatemala le dio la vuelta al mundo y convirtió al país istmeño en un bochorno para la humanidad. No está de más recordar, de paso, que en ese mismo país, algunos años atrás y con beneplácito de la Casa Blanca se perpetraron más de 600 masacres de campesinos de origen maya, base social del movimiento armado de aquel entonces. Y de eso no apareció ni una sola nota en su momento. La sensación que se transmite a diario por los medios de comunicación de México y Centroamérica –alimentada realmente por hechos concretos como esos 29 decapitados– es que las mafias delincuenciales “tienen de rodillas a la población”. Todo ello, igual que sucedió años atrás en Colombia, justifica perfectamente la implementación de planes salvadores. En ese sentido puede entenderse que la actual explosión de narcoactividad y crimen organizado es totalmente funcional a una estrategia de control regional, donde el mensaje mediático prepara las condiciones para posteriores intervenciones.
Ahora bien: ¿son efectivamente las prioridades de Centroamérica y de las islas del Caribe la lucha contra todas estas calamidades? ¿Mejorarán las condiciones de vida de sus poblaciones por medio de esta nueva iniciativa de remilitarización? Seguramente no, pero sí mejorarán los balances de las grandes empresas del Norte. La ola de violencia que no para en la región ¿sólo con más violencia podrá terminarse? ¿Y qué tal si se legaliza la droga, o se crean puestos de trabajo para los jóvenes? Evidentemente no es ese el negocio trazado por los grandes poderes.