El mundo moderno
basado en la industria que inaugura el capitalismo hace ya más de dos
siglos ha traído cuantiosas mejoras en el desarrollo de la humanidad.
La revolución científico-técnica instaurada y sus avances prácticos
no dejan ninguna duda al respecto. Las relaciones laborales que se constituyen
en torno a esta nueva figura histórica igualmente condujeron a adelantos
en el ámbito del trabajo.
Si bien es
cierto que en los albores de la industria moderna las condiciones de
trabajo fueron calamitosas, no es menos cierto también que el capitalismo
rápidamente encontró una masa de trabajadores que se organiza para
defender sus derechos y garantizar un ambiente digno, tanto en lo laboral
como en la vida cotidiana. El esclavismo, la servidumbre, la voluntad
omnímoda del amo van quedando así de lado. Los proletarios asalariados
también son esclavos, si queremos decirlo así, pero ya no hay látigos.
Ya a mediados
del siglo XIX surgen y se afianzan los sindicatos, logrando una cantidad
de conquistas que hoy, desde hace décadas, son patrimonio del avance
civilizatorio de todos los pueblos: jornadas de trabajo de ocho horas
diarias, salario mínimo, vacaciones pagas, cajas jubilatorias, seguros
de salud, regímenes de pensiones, seguros de desempleo, derechos específicos
para las mujeres trabajadoras en tanto madres, derecho de huelga. A
tal punto que para 1948 –no ya desde un incendiario discurso de la
Internacional Comunista decimonónica o desde encendidas declaraciones
gremiales– la Asamblea General de las Naciones Unidas proclama en
su Declaración de los Derechos Humanos que “Toda persona tiene
derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a condiciones
equitativas y satisfactorias de trabajo y a la protección contra el
desempleo. Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración
equitativa y satisfactoria que le asegure una existencia conforme a
la dignidad humana. Toda persona tiene derecho al descanso, al disfrute
del tiempo libre, a una limitación razonable de la duración del trabajo
y a vacaciones periódicas pagadas.”
Es decir: consagra los derechos laborales como una irrenunciable potestad
connatural a la vida social.
Mal o bien,
sin dudas con grandes errores no corregidos en su debido momento pero
al menos no olvidándolos en sus idearios, los socialismos reales desarrollados
durante el siglo XX –los Estados obreros y campesinos– impulsaron
y profundizaron esas conquistas de los trabajadores. En otros términos:
hacia las últimas décadas del pasado siglo esos derechos ya centenarios
podían ser tomados como puntos de no retorno en el avance humano, tanto
como cualquiera de los inventos del mundo moderno: el automóvil, el
televisor o el teléfono. Por cierto no sólo en los países socialistas:
las conquistas laborales son ya avances de la humanidad. Pero las cosas
cambiaron. Y demasiado. Cambiaron demasiado drásticamente, a gran velocidad
en estas últimas décadas.
Con la caída
del bloque soviético y el final de la Guerra Fría el gran capital
se sintió vencedor ilimitado. En realidad no fue que “terminaron
la historia ni las ideologías”, como el triunfalista discurso del
momento lo quiso presentar: en todo caso, ganaron las fuerzas del capital
sobre las de los trabajadores, lo cual no es lo mismo. Ganaron, y a
partir de ese triunfo –la caída del muro de Berlín, vendido luego
en fragmentos, es su patética expresión simbólica– comenzaron a
establecer las nuevas reglas de juego. Reglas, por lo demás, que significan
un enorme retroceso en avances sociales. Los ganadores del histórico
y estructural conflicto –las luchas de clases no han desaparecido,
aunque no esté de moda hablar de ellas– imponen hoy las condiciones,
las cuales se establecen en términos de mayor explotación, así de
simple (y de trágico). La manifestación más evidente de ello es,
seguramente, la precariedad laboral que vivimos.
Todos los trabajadores
del mundo, desde una obrera de maquila latinoamericana o un jornalero
africano hasta un consultor de Naciones Unidas, graduados universitarios
con maestrías y doctorados o personal doméstico semi analfabeto, todos
y todas atravesamos hoy el calvario de la precariedad laboral.
Aumento imparable
de contratos-basura (contrataciones por períodos limitados, sin beneficios
sociales ni amparos legales, arbitrariedad sin límites de parte de
las patronales), incremento de empresas de trabajo temporal, abaratamiento
del despido, crecimiento de la siniestralidad laboral, sobreexplotación
de la mano de obra, reducción real de la inversión en fuerza de trabajo,
son algunas de las consecuencias más visibles de la derrota sufrida
en el campo popular. El fantasma de la desocupación campea continuamente;
la consigna de hoy, distinto a las luchas obreras y campesinas de décadas
pasadas, es “conservar el puesto de trabajo”. A tal grado de retroceso
hemos llegado que tener un trabajo, aunque sea en estas infames condiciones
precarias, es vivido ya como ganancia. Y por supuesto, ante la precariedad,
hay interminables filas de desocupados a la espera de la migaja que
sea, dispuestos a aceptar lo que sea, en las condiciones más desventajosas.
¿Progresa el mundo? Visto desde la lógica de acumulación del capital:
sí, porque cada vez acumula más. Visto de las grandes mayorías trabajadoras:
¡definitivamente no! Por el contrario, se vive un claro retroceso.
Según datos
de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) alrededor de un
cuarto de la población planetaria vive con menos de un dólar diario,
y un tercio de ella sobrevive bajo el umbral de la pobreza. Hay cerca
de 200 millones de desempleados y ocho de cada diez trabajadores no
gozan de protección adecuada y suficiente. Lacras como la esclavitud
(¡esclavitud!, en pleno siglo XXI –se habla de cerca de 30 millones
en el mundo–) o la explotación infantil continúan siendo algo frecuente
y aceptado como normal. El derecho sindical ha pasado a ser rémora
del pasado. La situación de las mujeres trabajadoras es peor aún:
además de todas las explotaciones mencionadas sufren más todavía
por su condición de género, siempre expuestas al acoso sexual, con
más carga laboral (jornadas fuera y dentro de sus casas), eternamente
desvalorizadas. Definitivamente: si eso es el progreso, a la población
global no le sirve.
¿Qué hacer
ante todo esto? Resignarnos, callarnos la boca y conservar mansamente
el puesto de trabajo que tenemos, o pensar que la lucha por la justicia
es infinita, y es un imperativo ético no bajar los brazos. Si optamos
por lo segundo, podemos:
- Informar pormenorizadamente de lo que está pasando aprovechando todos los canales alternativos, contar las cosas desde otra perspectiva, ya que los medios de comunicación oficiales presentan la noticia según los intereses políticos y económicos del poder.
- Crear foros de debate para discutir sobre las injusticias y el reparto de la riqueza en el mundo, para ver cómo sensibilizar y hacer tomar conciencia a las grandes masas respecto a estas problemáticas.
- Movilizar a la gente por medio de la manifestación y huelga en protesta por los recortes sociales.
- Conocer y hacer conocer en detalle, exigir y reivindicar la Tasa Tobin para redistribuir mejor la riqueza mundial.
- Globalizar las resistencias, unir nuestras fuerzas, apoyarnos mutuamente en nuestras reivindicaciones y denuncias.
- Retomar banderas históricas de la lucha sindical, hoy caída prácticamente en el olvido, desvalorizada y cooptada por un discurso patronalista.
Si es cierto –siguiendo el análisis hegeliano– que “el trabajo es la esencia probatoria del ser humano”, hoy, dadas las actuales condiciones en que vivimos, ello no parece muy convincente. De nosotros, de nuestra lucha y nuestro compromiso depende hacer realidad la consigna que “el trabajo hace libre”.
mmcolussi@gmail.com