México atraviesa por una severa crisis de pronóstico grave. Tanto en el orden económico como en el político, pero con profundidad en lo social, el país está empantanado. El andamiaje institucional está desvencijado y ya no es capaz de procesar los conflictos; la realidad los ha rebasado. Se requiere una cirugía mayor para reencontrar el rumbo y garantizar la vigencia de la república y su viabilidad. Para colmo de males, por más que se escudriñe en el mundo, no existe el modelo a seguir. No hay receta y habrá que inventar una solución propia que sea idónea aunque no sea moderna.
La desavenencia electoral es una muestra de la disfuncionalidad sistémica; probablemente sea la que la sintetiza y expone con mayor amplitud. Su encono obedece a que rebasa con mucho la simple disputa por el poder entre personas o grupos, en cuyo caso la solución negociada tendría cabida, se trata de una confrontación de proyectos de país: uno que se concibe como proveedor de garantías y privilegios para los que acaparan la riqueza y que aspira al inmovilismo conservador, frente a otro que postula la justicia distributiva y la liberación de todas las fuerzas productivas para la procuración del bienestar generalizado. Es disfuncional la institucionalidad electoral en tanto que no cumple con la tarea de ofrecer equidad y certeza a la expresión de la voluntad ciudadana para optar por el proyecto de país que prefiera y que da lugar, entre otras cosas, a que sea el dinero el factor determinante de la elección.
La Constitución, que es la madre de todas las instituciones, ha dejado de ser el gran pacto nacional, no por sus disposiciones originalmente progresistas, sino por su inobservancia. La tradición priísta la conservó en un nicho para ser venerada cada 5 de febrero, pero nada más. Para la derecha neoliberal resulta ser un lastre al que deben aplicarse las “reformas estructurales”, incluso mediante legislación secundaria contradictoria, para eliminar su condición de tutelar de los derechos sociales y de salvaguarda del patrimonio nacional. Son ejemplares los casos relativos a la educación laica y gratuita (Art. 3), la propiedad de la nación de los recursos del subsuelo (Art. 27), la intervención del estado para evitar los monopolios y para conducir la economía conforme al interés nacional (Arts. 28 y 29), la justicia en las relaciones laborales (Art. 123) y la laicidad del estado (Arts. 41 y 130). No es casualidad que, en línea con la alteración y la violación constitucional, se registren las disfuncionalidades y los conflictos que hoy vivimos.
Es claro que la batalla actual es por restablecer la constitucionalidad en la elección presidencial y que en ella habrá que empeñar la mayor energía social, pero sin perder de vista que, cualquiera que sea el resultado final del esfuerzo, los mexicanos tendremos que abocarnos a la revitalización del pacto nacional y del estado garante del progreso con justicia. Esto implica impedir que Peña Nieto compre la presidencia, pero su alcance es la transformación afirmativa del país. La tarea exige de un esfuerzo mayúsculo de educación y concientización del pueblo para organizarse, en términos de avanzar en el ejercicio de la democracia directa y en la defensa del patrimonio material y espiritual de la nación, más allá de siglas partidistas e intereses grupales o personales. Más fácil sería si el gobierno transitara por la misma vía pero, en su defecto, habrá que tomar el arduo camino de la resistencia y la movilización.
En paralelo a la movilización social, incluso con apoyo en ella, los que por oficio se dedican a pensar tendrían que convocarse para inventar soluciones eficaces a la crisis de funcionamiento del estado, sin esperar las recetas del exterior; crear el México nuevo con la luz de la inteligencia y la pasión del patriotismo (intelectuales amonedados favor de abstenerse). Como decía Simón Rodríguez, el mentor de Simón Bolívar, “o inventamos o erramos”.
Con lo anterior no dejo de abrigar la gran esperanza de que un gobierno interino sea el instrumento de la transición hacia adelante.
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