Estoy llegando de Bogotá. Participé como invitado en un evento extraordinario que fue definido como el Congreso de los Pueblos, el cual fue convocado por organizaciones políticas, movimientos sociales y administraciones locales de Colombia. El propósito esencial fue debatir abierta y descarnadamente la aspiración de tener un país que se desenvuelva en el futuro en una atmósfera de paz con dignidad, y con las garantías básicas para desarrollar la república en todos los órdenes, en el marco de las características del mundo contemporáneo.
El congreso se desarrolló en dos reuniones consecutivas, una internacional y otra nacional. La primera congregó a representantes del Parlamento Andino, el Latinoamericano, el Centroamericano, el Eurolatinoamericano y países como Argentina, Ecuador, Bolivia, Brasil, Venezuela, Guatemala, Honduras, El Salvador, Sudáfrica, España y Perú, entre otros. Además, estuvieron activamente presentes, personas de influencia decisiva en la opinión política, como Iván Cepeda, Gloria Flores, Jaime Caicedo, Lozano, Piedad Córdova, Santiago Alba Rico, Gloria Ramírez, Nelson Lemus, Marilén Serna, Alberto Castilla y Vladimir Zabala, entre muchos de una larga lista.
Asimismo, en las conferencias nacionales estuvieron movimientos indígenas, campesinos, representantes de diferentes negritudes, y organizaciones como MINGA, a la cual conozco desde hace tiempo por la defensa resuelta de víctimas que han padecido despojos de sus tierras, desplazamientos, agresiones y genocidios repugnantes. También compartieron el evento el Polo Democrático Alternativo, Colombianos y Colombianas por la Paz, la Unión Sindical Obrera, la Pastoral Social y otros actores de primer orden.
La organización fue impecable. Hubo una distribución de mesas de trabajo para abordar temas como la economía actual, la situación política, bases para una vida digna de los pueblos, los problemas de la distribución de la tierra y, por supuesto, la paz como un valor de reconocimiento necesario.
Sobre este punto me tocó intervenir, recordando el pensamiento de Ghandi según el cual no hay caminos para la paz sino que la paz es el camino. En tal sentido, la paz no es un estadio al que se llega y de ese punto en adelante no habría nada más que buscar, sino que la paz es un movimiento incesante que se produce en la interioridad profunda del hombre y de la sociedad, para la realización afectiva y efectiva de ambos en una sinergia de acción civilizatoria sin límites. Si la entendemos como un elemento inmanente a la naturaleza humana, concluiremos que todo lo que la menoscabe constituye una lesión o estancamiento, y todo lo que contribuya a elevar su acervo es un avance, debe ser bienvenido y tiene que interiorizarse como espíritu y cuerpo viviente.
El prevalecimiento de la preposición SIN sobre la pre-posición CON, en las realidades extensas del continente, es revelador de los atrasos, estancamientos y conflictos que hemos padecido. Por esta razón emergieron movimientos como los sin tierra, pero podríamos, sin equivocarnos, recoger la validez de la expresión en otros ámbitos, y así hablar de los movimientos de los sin agua, sin techo, sin calzado, sin vivienda, sin vestido, sin transporte, sin educación, sin salud, sin trabajo, sin salario, sin seguridad social, sin justicia, sin libertad, sin felicidad y hasta sin vida. A veces está presente un solo sin, pero si concurren varios podríamos decir que el sin dominante es el sin vida o sin existencia.
La paz es una condición necesaria para transitar de la inexistencia a la que sólo le falta el acta de defunción, a la existencia expresada en toda su plenitud. En este sentido, no hay paz si no hay existencia y no hay existencia si no hay paz. La clave, entonces, para entender la paz como tránsito en actividad fluida, es el dominio del CON sobre el SIN. Esto se traduciría en la presencia del hombre y su comunidad, que estarían con tierra, con agua, con techo, con calzado, con vivienda, con vestido, con transporte, con educación, con salud, con trabajo, con salario, con seguridad social, con justicia, con libertad, con felicidad, derivándose, de este modo, la dignidad de la vida, la plenitud de la existencia, y el hombre y la sociedad, por tanto, marchando de la pre-historia aún no concluida, a la historia viviéndose y por vivirse.
Entendidas así las cosas, la paz no es sólo la dejación de las armas o la cesación del fuego de los actores del conflicto social, cultural y armado de Colombia. Es también, y sobre todo, la suscripción de una carta de derechos esenciales ejercibles por los colombianos, y las garantías para hacerlos eficaces. La Constitución colombiana de 1991 significó un avance en el sentido que estamos comentando, pero tal vez no suficiente. De hecho, no todos los actores políticos pudieron concurrir en la elaboración de la carta fundamental, y las condiciones que rodearon los debates no facilitaban el arribo a conclusiones para tener una plataforma de paz con larga vida. Creo que las circunstancias han cambiado.
Hay signos que ponen en evidencia una voluntad política por la implantación en términos consensuados de una atmósfera de paz. Pareciera que hay el convencimiento de que el reconocimiento de la paz como valor realizable le conviene a todo el mundo, lo que no quiere decir que no hayan voces disonantes, pero todo parece indicar que la armonía del coro tiene más fuerza que los timbres desafinados. Como botón de muestra se debe destacar las conversaciones que se están llevando a efecto en La Habana, donde las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y la Comisión Presidencial instalaron una mesa de diálogo, y las noticias dan cuenta de más encuentros que desencuentros.
Por otra parte, la plenaria del Congreso de los Pueblos, además de respaldar los diálogos de La Habana, planteó la importancia de un inicio y desarrollo de conversaciones con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), cuestión que pareciera no tener demora. El propio congreso se manifestó en este sentido, y habría de tomarse en cuenta que la fuente de ese impulso venía desde el Tolima, Meta, Chocó, Boyacá, Santander norte y sur, Arauca, Antioquia, Caquetá, Casanare, Huila, Putumayo, Cesar, Catatumbo, Costa Atlántica, la Amazonía, los Llanos Orientales, y todos los departamentos concurriendo en La Sabana de Bogotá, o lo que es lo mismo, voces sonoras desde todos los rincones de Colombia.
Tales planteamientos se hicieron en el marco de un congreso sobrio, con intervenciones de gente con una épica política y una enorme profundidad del pensamiento. Se resaltaron en varias ocasiones los escritos del Padre Camilo Torres, quien murió el 15 de febrero de 1966, dejando un legado a los trabajadores, campesinos, estudiantes, militares, mujeres, y pueblo de Colombia. Todo este desarrollo no impidió expresiones de teatro, artesanía, pintura y manifestaciones musicales como el mapalé, la cumbia, los porros, pasillos, vallenatos y danzas tolimenses.
La alegría que se extendió desde la Cámara de Representantes hasta la Universidad Nacional, sedes donde se celebró el congreso, y que fue un sentimiento que también concurrió para impulsar la paz como propósito definido de la amplia reunión, no tuvo que apelar a esoterismos, a curiosas suplicatorias, a cadenas extrañas de net- rogatorias, y no se le dio ninguna cabida a la procacidad ni a representantes de lo farandulero. Tengo la sensación de que están soplando vientos de cambio en Colombia, y que éstos pueden ser sustanciales como todo hombre sencillo del pueblo aspiraría.
Confieso que me produjo una sana envidia.
antarmayor@cantv.net