No creo incurrir en exageración al afirmar que, en la discusión relativa a la legislación en materia del petróleo, los mexicanos nos enfrentamos a la disyuntiva entre ser Nación independiente y soberana o regresar al pasado como colonia sometida. Los razonamientos de orden técnico y político han sido ampliamente expuestos de manera que debiera ser más que suficiente, pero no parece que alcancen para modificar el designio de quienes, desde la tecnocracia apátrida y desubicada, se empeñan en convertir la riqueza que es de todos en privilegio de unos cuantos particulares, principalmente extranjeros. No voy a insistir en los argumentos de la razón y de la ciencia. Toca el turno a los sentimientos de la Nación, en paráfrasis a los que expuso José María Morelos como síntesis del afán de la independencia, porque en ellos estriba la verdadera diferencia.
Para México el petróleo es mucho más que pesos y centavos; su expropiación en 1938 no sólo fue una importante decisión de la administración pública, ni forma parte de la historia como una simple efeméride. El recurso del subsuelo es fuente de la riqueza material, pero las circunstancias en que se ha dado su aprovechamiento lo convirtieron en razón de orgullo patrio y de respetabilidad en el concierto de las naciones. La simple presencia de extranjeros explotando nuestros recursos significó agravio para los mexicanos de principios del siglo xx, adicionado de la brutal discriminación a los trabajadores locales; la grosera condición de extraterritorialidad impuesta por las empresas con el respaldo de sus embajadas y de sus cañoneras, aunado al nulo beneficio que para el país resultaba de tal explotación. No de otra forma se entiende que, aún antes de la Revolución Mexicana, se fueran manifestando los reclamos por la protección de la riqueza natural del subsuelo y que hayan tomado cuerpo en la Constitución de 1917, que la reivindicó para la Nación. Tampoco puede desconocerse la brutal presión diplomática y militar ejercida sobre los gobiernos revolucionarios, debilitados por el acoso expresado en el control selectivo del suministro de armamento, que mantuvieron en letra muerta el postulado constitucional hasta 1938, veintiún años después, en que se decretó la expropiación de los bienes de las petroleras extranjeras. Ya entonces el tema implicaba una afrenta al sentir de los mexicanos.
En 1938 vino el laudo de la Suprema Corte de Justicia que reconoció el derecho a las demandas de los trabajadores petroleros, el cual fue desacatado por la prepotencia de las empresas. Se hizo indispensable la expropiación y el pueblo en masa se congratuló y acudió a ofrecer su apoyo político y también material, con un sentimiento de Patria recuperada. Nos hicieron boicot y apostaron a que los mexicanos no seríamos capaces de operar la industria y los vencimos; una suma de patriotismo y de esfuerzo tecnológico logró que la industria petrolera nacionalizada cumpliera con sus cometidos con eficacia y eficiencia, con independencia y pleno dominio soberano. ¡Claro que se constituyó en motivo de orgullo patrio! Sólo los hijos de quienes, el siglo anterior, fueron a traer a Maximiliano se restaron del entusiasmo patrio y se opusieron a la recuperación de la riqueza nacional; ahí nació el Partido Acción Nacional y también el proyecto reprivatizador aún vigente.
En los años sesenta se entró al campo de la petroquímica con el mismo concepto nacionalista y con éxito; en los ochenta se alcanzó estatus de potencia petrolera por su importante participación en el mercado mundial. Y todo iba bien hasta que se hicieron del gobierno los primeros gringos nacidos en México y educados en sus prestigiadas universidades que, lejos de haber mamado en la fuente de la verdadera historia, se nutrieron de la forma de vida yanqui y nos la han querido imponer a como dé lugar. A Carlos Salinas de Gortari toca el ominoso título de El Mayor Vendepatrias de la Historia; con él lo que era motivo de orgullo comenzó a ser bombardeado para convertirlo en vergüenza; con él se inició el desmantelamiento físico y moral del baluarte que llegó a ser PEMEX, incluyendo la obscena corrupción a su sindicato. El encarna, disfrazado de presidente espurio, al extraño enemigo que osó profanar con su planta el suelo patrio.
Hoy esa corriente que pide ignorar la historia vuelve a insistir en su afán traidor. Pero todavía hoy habemos muchos mexicanos que seguimos creyendo en México, como lo escribió ese gran poeta yucateco, el vate Ricardo López Méndez:
“México, creo en ti, /porque si no creyera que eres mío/ el propio corazón me lo gritara/ y te arrebataría con mis brazos/ a todo intento por volverte ajeno/ ¡Sintiendo que a mi mismo salvaría!/ México, creo en ti/ porque eres el alto de mi marcha/ y el punto de partida de mi impulso/ Mi credo, Patria, tiene que ser tuyo/ como la voz que salva/ y como el ancla.”
Lástima por los acomplejados minusválidos que, incapaces de creer en México, se tragaron el “In go(l)d we trust”. Será mejor que se regresen a su verdadera patria.
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