México: Salinas vive y la corrupción sigue

Cumple Peña Nieto un año en el gobierno y el anunciado combate a la corrupción sigue tan campante gozando de cabal salud, al grado de progresar sin mayor obstáculo. La Secretaría de la Función Pública, dependencia heredera de aquella Contraloría inventada por Miguel de la Madrid para sustanciar su “renovación moral”, permanece con un encargado del despacho en espera de que, algún día, se cree el organismo autónomo previsto en el Pacto por México. Por lo visto, para el régimen el asunto no es prioritario, antes al contrario, de traerse a la palestra pudiera significar un grave riesgo para las reformas comprometidas por Peña con sus patrocinadores, cuya implantación es en sí misma corrupta por atentar contra los intereses nacionales, y corruptora porque se promueve comprando la voluntad de quienes las aprueban (o engañándolos, que también la estupidez es corrupción).

Es corrupto un gobernante que se impone en el poder por la vía de elecciones fraudulentas; que jura cumplir y hacer cumplir la Constitución y que, no sólo no la cumple, sino que actúa en contra de ella. Es corrupto el gobernante que jura defender a la Nación y actúa entregándola a los intereses extranjeros. Lo es quien asume una responsabilidad pública y la ejerce a contrapelo del interés público, imponiendo su interpretación dogmática de la realidad; que expone al público televisivo una cara amable y que al extranjero le da la espalda, preferentemente incluidas las dos partes en que se divide al sur de la anatomía. Es corrupción entregar, sin negociar ni resistir, el futuro del país y su soberanía, mediante candados que impiden correcciones patrióticas posteriores. Esa es la modernidad corrupta instaurada por Carlos Salinas, en acuciosa obediencia al Consenso de Washington, al neoliberalismo y a la supuesta globalización, no sin multimillonarios réditos a su personal tesorería.

Pero la corrupción moderna no reemplaza a la tradicional, la mordida del burócrata o la comisión por el contrato; antes al contrario, se multiplica ante el ejemplo de impunidad de la cúpula, con una grave diferencia: en tanto que la tradicional aumenta el costo del servicio público y enriquece indebidamente al funcionario que la practica, la moderna se enriquece por la comisión por la venta (o el regalo) del país entero. No obstante, la magnitud del negocio da para comprar mentes, plumas y tiempo al aire de televisoras, con lo que le es fácil mantener engañada a la población que vuelve a votar por ellos a cambio de viles cuentas de vidrio y demás baratijas.

Donde ni la más perversa desinformación puede ocultar la realidad es en la materia de la inseguridad y la violencia, hijas predilectas de las corrupciones moderna y tradicional, que dan muestra indeleble de la falla del estado: la gente no sabe a quien temer más, si al malandrín o al policía o al soldado; en algunos casos se prefiere al llamado criminal organizado que combate al policía o al soldado, por lo menos le ofrece protección y lo cumple, no así los agentes del estado fallido. De allí que tomen fuerza los grupos de autodefensa o las policías comunitarias, ilegales desde luego, pero legítimas ante la ineficacia de las instituciones, con todo y el caos y la confusión que generan; quién puede certificar que alguno de estos grupos no sea la fachada operativa de un cartel delictivo, que secuestre, extorsione, robe y asesine; o que realmente se trate de modernos Robin Hood. Está difícil, desde luego la autoridad inmersa en el trafique no es quien para certificar. En alguna medida la credencial de autenticidad la otorga la propia gente que participa y defiende a quienes la defienden, pero nadie garantiza que lo haga en plena libertad y no por la presión ejercida por los criminales, aunque este término –criminal- es calificativo generalizado aplicado por el régimen, sin distinción alguna. El asunto se parece cada vez más a una guerra civil que a nadie conviene y que pinta para crecer, ya no sólo en las comunidades rurales de alta cohesión social, sino también en las muy anónimas sociedades urbanas.

No sólo es una irresponsabilidad extrema y una traición a la Patria, sino también una reverenda estupidez. Ni a los pinches gringos les conviene la violencia desatada y convertida en revuelta al sur de su frontera; menos a los oligarcas que perderían todo, ni al jodido cuya sangre es la que, en todo caso, se derramaría. Los políticos recibirían su pase directo al ostracismo cumpliendo el muy argentino “que se vayan todos”

El llano en llamas y, en las alturas, los poderosos juegan con reformas “estructurales” que no son sino más leña al fuego. ¡No puede ser, carajo!



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Gerardo Fernández Casanova


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