Primer mundo




Primero fue Francia y, ahora, Estados Unidos. En ambos casos, los ilusionados del Tercer Mundo, los que sucumbieron a la tentación de una vida de oportunidades materiales en el Primer Mundo, están reclamando con voces cada vez más fuertes su cuota en el disfrute de las maravillas capitalistas que han ayudado a construir. La pesadilla por tanto tiempo temida por las elites dominantes de los países industrializados ha comenzado y amenaza con trastocar todo el orden establecido. Miles y miles de inmigrantes indocumentados, lo mismo que sus hijos, exigen que se les reconozca como seres humanos y como trabajadores que son. Al fin y al cabo, ellos han sido quienes se ocupan de los oficios menos deseados por los ciudadanos legales de estos países, la mayoría de las veces, con una remuneración muy por debajo de lo normal y bajo constante amenaza de ser deportados a sus naciones de origen.

En Francia, las protestas fueron incendiarias y se prolongaron por varios días, destapando una realidad que no se quería admitir, pero que sufre por igual cualquier inmigrante en cualquier latitud del mundo: la de no existir oficialmente, careciendo de todo derecho mínimo. En Estados Unidos, la cosa es diferente, pero igualmente impactante: los inmigrantes ilegales perdieron el miedo y se atreven a demandar acciones que los ubiquen en carne y hueso en su sociedad. Ambas situaciones sirven para ilustrar el drama de quienes, a riesgo de sus vidas, abandonan el estado de miseria y limitaciones en que se hallaban, sobreviviendo apenas, y anhelan alcanzar el estado de bienestar existente en el Primer Mundo industrializado.

Más de un millón de inmigrantes –gran parte de ellos, de ascendencia latinoamericana- se hicieron sentir en las calles estadounidenses, al igual que Martin Luther King y el movimiento por los derechos civiles de los negros durante la década de los sesenta, en procura de un status que les reconozca sus derechos humanos y laborales, en momentos en que un proyecto de ley, aprobado por la Cámara de Representantes en diciembre de 2005, los convierte en criminales, así como a quienes les faciliten cualquier tipo de ayuda. Esto ha logrado que el resto de inmigrantes, ya convertidos en ciudadanos estadounidenses, se sensibilicen con la suerte de sus compatriotas y muestren su solidaridad, como ha ocurrido con los locutores de radio. Según Miguel Tinker Salas, profesor de la Universidad de Pomona, en California, “la ausencia de líderes comunitarios ha sido llenada por los medios en español, sirven de enlace y eco de sus preocupaciones y han dado fuerza a esos indocumentados que ahora están protestando en público, en plena calle”. Esta avalancha humana hace temblar las carnes de los grupos neoconservadores que dominan la política y las finanzas de Estados Unidos, a tal grado que no desisten (a semejanza de sus aliados sionistas en Palestina) de su intención demencial de erigir una cerca en su frontera con México y evitar que los “espaldas mojadas” y demás inmigrantes puedan organizarse e influir en el escenario político interno. Al parecer, las reglas del juego de exclusión, explotación y discriminación comienzan a ser cambiadas en un país que le debe muchísimo a la inmigración, construido por inmigrantes, desde los tiempos del May Flower.

Lo peor es que Estados Unidos (al igual que el resto de las naciones industrializadas de Europa) no puede prescindir de estos extranjeros no autorizados. Al decir de Luís Navarro Hernández, “en la metrópoli, los brazos y la fuerza de esos millones de hombres y mujeres son necesarios de manera permanente y no un recurso temporal. Puesto que existe una profunda identificación entre trabajo precario y trabajo migrante, la labor de los indocumentados no es la excepción, sino la norma. Satisfacen la escasez de mano de obra. Aceptan salarios baratos y duras condiciones laborales. Están dispuestos a laborar horas extras y cubrir los turnos de noche”. Pero no pueden acceder a los derechos de un ciudadano común y corriente, por lo que no son tratados siquiera como humanos, siempre acosados. Sin embargo, se han levantado y esto representa el comienzo de una amarga pesadilla para Estados Unidos: quienes creyeron el “american way life” están a las puertas y no piensan claudicar.-


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Homar Garcés


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