Escribo estas notas cuando aún conservo la piel erizada por la emoción de compartir, con más de millón de gentes, la decisión de recuperar la Patria Mexicana. Este día se dio el encuentro histórico de todos los colores de la piel y de todos los rincones del país; de todos los credos y de todas las culturas que nos caracterizan; todos con una decisión y una voluntad: recuperar la dignidad; borrar la imagen del mexicano dormido al pie de un huizache, para mostrar el músculo de un pueblo decidido a transitar por su propio camino y a construir su propio destino. Ya no más la resignación de aceptar el destino que otros, por más manifiesto y divino que se lo crean, nos han impuesto durante siglos. La fuerza de la razón y la fuerza de la multitud, ante una convocatoria clara y honesta, se conjugan para emprender la lucha por la Nación; para convertir el coraje en entusiasmo y el desánimo en alegría. Dos ingredientes esenciales: el pueblo que se encuentra a sí mismo y el líder que lo convoca. Bendita la historia que, hoy por hoy, nos los ofrece.
Por razones ortopédicas tuve que limitarme a observar la manifestación desde la terraza superior de un hotel a siete niveles sobre la plaza del zócalo de la Ciudad de México, lo que me dio la ventaja para mirar de conjunto a la multitud y comprenderla en su unicidad. No es fácil concebir a una multitud agraviada, como hoy está, que con sus silencios y sus vítores acompaña al orador y lo sigue en el discurso, como si se tratase de una cátedra en la más puntillosa universidad en que el concurrente está ávido de capturar el mensaje del profesor. Contrario a lo acostumbrado, hasta la magnífica pieza académica expuesta por Carlos Monsivais capturó la atención de un público ansioso de escuchar al líder. Igual sucedió con la muy hermosa intervención de Eugenia León que, a capela, cantó La Paloma; ese himno que el pueblo cantó para acompañar a Juárez en la lucha contra el imperio y la intervención; el entusiasmo popular la acompañó y, con sus coros o con sus palmas, la retomó como símbolo de la actualidad.
Renglón aparte amerita el comentario relativo a la actitud ante el discurso de Andrés Manuel. Al ser presentado: la explosión de los vítores: ¡no estás solo! ¡Obrador, Obrador! ¡voto por voto! Al iniciar el discurso: el más absoluto silencio; denso silencio de quien atiende la palabra del dirigente. Desde mi atalaya tuvo mayor significado la fuerza del silencio expectante, que toda la contundencia de los coros y las consignas. Me confirmó que ahí estaba reunido un pueblo conciente y con vida propia que siguió, sin perder palabra, el discurso que lo convocó a la defensa de la democracia; que le explicó la importancia del término como instrumento para la procuración de la justicia y la libertad; que caracterizó la lucha como una acción legítima, legal, ordenada y pacífica; que ofreció las razones que dan sustento a la exigencia de que se cuenten todos los votos emitidos el pasado 2 de julio, y que propuso a la asamblea las acciones a seguir. Muestra de lo que digo fueron las respuestas, inmediatas y al unísono, que recibieron las propuestas del orador quien, incluso, se dio el lujo de armar una letanía que expuso, una por una, las argumentaciones del reclamo del recuento, a lo que la multitud respondió coreando ¡voto por voto!
Un compatriota latinoamericano con quien compartí la atalaya me comentó, sorprendido, que el discurso de López Obrador le pareció tibio. Su comentario me facilitó la reflexión: la convocatoria es por México, pero por TODO MEXICO. Para crear la posibilidad de la justicia, antes hay que recuperar al país. Esa es su fuerza de arrastre.
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