Esta guerra que yo digo es asquerosa porque los victimarios la justifican diciendo que fueron víctimas en otra guerra lo que significa que no aprendieron nada en ella o que sólo aprendieron lo que no debe aprenderse.
Asquerosa es esta guerra porque fue minuciosamente preparada durante tantos años de vida que se desperdiciaron acumulando y perfeccionando los pertrechos de la muerte.
Lo único peor que la muerte son los pretextos que se invocan para darla y el peor es que los asesinos son superiores por nacimiento a los asesinados.
Nauseabunda es la guerra porque acelera la muerte pero también la muerte puede alargarse registrando como no humanos a los asesinados y negándoles todos los derechos durante décadas antes de asesinarlos.
Con el futuro exterminado no puede haber ni fraternidad ni boda. La humanidad contamina y el amor degrada. Entre hermanos sólo puede haber exterminio.
Por ejemplo, una excusa para asesinar a otros puede ser que adoran al mismo Dios que los asesinos adoran. Otra coartada puede ser que habitan la misma tierra donde los exterminadores habitan o que los exterminadores quisieran habitar. A la hora de discriminar, vejar, excluir, todo sirve. Hay que rechazar cualquier contacto con la víctima. Para asesinarla se la etiqueta como inferior y porque se la ha etiquetado como inferior se la asesina.
Particularmente vil hace a esta guerra la pretensión del asesino poderoso de que se defiende de la víctima indefensa. No la ennoblece el hecho de que pretendan los asesinos defenderse irrumpiendo en la frontera que los separa de los asesinados.
Tan repulsiva es esta guerra que no merece ni el calificativo infamante de guerra, que supone encuentro entre hombres armados. Desde naves aéreas de velocidad fulminante los asesinos descargan sobre seguro explosivos para masacrar mujeres, niños, ancianos desarmados apiñados en ciudades indefensas.
Tampoco califican como guerreros los carniceros que entienden la batalla como holocausto incesante contra la población civil que a su vez entrabe e imposibilite toda iniciativa de defensa de los asesinados.
En eje infame con las potencias que han hecho del pillaje una forma de vida acosan las dolorosas caravanas que huyen de la sartén de las bombas incendiarias para caer en el fuego del hambre y del desamparo.
Se hace todo con eficacia purulenta, con precisión sicópata, con satisfacción aberrante. Sobre el mapa el Estado Mayor de los sicarios mide cada hora la extensión de la sombra.
Sobre la faz inocente de la tierra trazan la herida de la fosa colectiva, la cicatriz de la ciudad craterizada, la llaga del campo de refugiados.
El planeta abre sus puertas a las caravanas que escapan de algo peor que la muerte, que es una civilización que ha adoptado como modo de vida el exterminio. De un sitio a otro deambulan los arrasados, los expatriados, los expulsados, aquellos cuya patria ha quedado reducida a la planta del pie.
Tras invadir y aplastar pequeños países inermes lanzan los carniceros sus legiones hacia el Oriente, hacia el Oriente lleno de petróleo que les permitirá arrasar con sus máquinas de guerra el resto del mundo.
Con entusiasmo los asesinos entrechocan tacones de botas, brindan, saludan, tremolan estandartes, detallan los planes de la solución final para los asesinados.
Toda acción trae consigo la reacción inevitable. Los invadidos pueblos de Oriente se unen, detienen a los carniceros e inician el avance hacia la capital del genocidio.
Los gerentes de la carnicería son atrapados. Para no responder ante la justicia, Hermann Goering se envenena, Goebbels se suicida, Adolfo Hitler se descerraja un tiro. Menos hábil, Eichmann es atrapado y juzgado en una jaula de vidrio.
-Mientras tengamos quienes nos imiten, habremos triunfadoson sus últimas palabras, antes de ser ejecutado.
La ciudad de los buhoneros. En la ciu dad de los buhoneros se consigue todo menos compradores.
En un tenderete venden redomas de instantes perdidos. Más allá se encuentra el remate de proyectos abandonados. Vendedores ambulantes ofrecen recuerdos a punto de borrarse. Se ofrecen dos por el precio de una oportunidades desaprovechadas. El mejor regalo para su niño son sin duda esperanzas sin fundamento. Sobre la acera el hierbatero exhibe el surtido de enfermedades imaginarias. En carritos con bocinas ofrecen la venta de promesas incumplidas. Casi es un laberinto el mercadito de caras olvidadas. Más allá de los cuchitriles de lo pasado de moda está el de lo que no estuvo de moda nunca.
De un alambique clandestino sirven los tragos que no producen embriaguez sino resaca.
Hay el quiosco con carcomidos espejos donde promocionan cosméticos que logran que nos veamos tan feos como somos.
Por todas partes manuales de autoayuda y textos de misticismo ocultista son ofrecidos en baratillo.
Sobre pañoletas de plástico se ofrecen las medicinas sospechosas que sólo producen efectos secundarios.
Es demasiado cursi el mercadito de los amores fracasados. La sección cultural ofrece apilados los libros que nunca fueron escritos. En altarcitos que no alumbran los cirios se ofrecen efigies de los santos que no hicieron milagros.
Por todos lados arden palitos de incienso que sólo expelen un hedor de basura. Sobre un taburete está la escribana que redacta declaraciones de amor que serán rechazadas.
Mejor no entrar al vasto mercado donde se subastan las cabezas sin ideas. Se rematan postales con fotos de nubes que no se desgajaron en lluvia. Allá en algún rincón espera la quincallera de lágrimas. La insurrección verde. Cuando se tenía ya lista la solución final para las zonas verdes consistente en sepultarlas en basura y en concreto hete aquí que un hierbajo se propasa e invade una acera. Invulnerable a los pisotones arraiga y produce una silvestre flor que se propaga y contamina botaderos de chatarra, ruinas, peladeros. Las flores invasoras usurpan materos ahogados en plástico y cubren vallas horripilantes y sonríen sobre viaductos, eriales, chiveras, galpones, ventas de comida chatarra, cochineras. La ciudad ya no es suficientemente atroz. Deberemos mudarnos.