Recorro la Plaza Roja entre copos de nieve diminutos como granos de sal, y recuerdo.
La Unión Soviética no se disolvió por voluntad de sus ciudadanos. En el referendo de 1991, votaron 113.512.812 por preservarla (77,85%) y sólo 32.303.977 por disolverla (22,15%).
En la Unión, como en todas partes, el neoliberalismo entró con sangre. El Poder Legislativo Soviético designó constitucionalmente Presidente a Boris Yeltsin. Este impuso administrativamente reformas neoliberales que acarrearon descontento y desabastecimiento. El Poder Legislativo, que lo había designado, también constitucionalmente lo destituyó.
Yeltsin hizo cañonear con tanques al edificio del Poder Legislativo y a los ciudadanos que acudieron inermes a defenderlo, con saldo de 197 asesinados, según fuentes oficiales, o de dos mil, según las extraoficiales. Con esta democrática masacre Yeltsin disolvió el Parlamento y los Consejos obreros, y subastó por miserias el patrimonio acumulado por la Unión Soviética en tres cuartos de siglo.
Pero ¿cómo prevalecieron la facción neoliberal del ejército y la burocracia contra la mayoría de más de 113 millones de soviéticos?
Desde sus comienzos, la Unión debió invertir parte excesiva de su producción en una dura carrera armamentista, primero para consolidar la Revolución, luego para vencer en la Segunda Guerra Mundial, finalmente para sobrevivir a la Guerra Fría. Desde 1972, Nixon aflojó la presión de la carrera armamentista contra la República Popular China. Ello le permitió a ésta concentrarse en su economía productiva, y arrojó contra los soviéticos el peso de mantener el equilibrio del terror en el cual se basaba el mundo, para lo cual debieron erogar dispendios exorbitantes contra amenazas como la Guerra de las Galaxias o la MAD (Mutua Destrucción Asegurada).
Un esfuerzo defensivo de esta talla colosal no se mantiene sin un cierto grado de autoritarismo, propiciado por la herencia cultural de la autocracia zarista. Posiblemente ello contribuyó a que el aparato partidista disminuyera el contacto con las masas y acumulara privilegios. Trotsky afirmó que los administradores soviéticos formaban una nueva casta; Milovan Djilas en La Nueva Clase y Michael Voslensky en Nomenklatura: The Soviet Ruling Class sostuvieron que integraban un estrato cerrado y privilegiado; Tony Cliff los consideró una nueva clase en sus escritos sobre el Capitalismo de Estado; incluso el Che Guevara, en un manuscrito durante mucho tiempo inédito, afirmó que las prácticas y vicios capitalistas habían comenzado a infiltrarse en la Unión. Este proceso avanzó hasta que algunas dirigencias, como las de Gorbachov o Yeltsin, proyectaron pasar de administradores privilegiados a propietarios absolutos.
Por otra parte, desde la Segunda Guerra Mundial el planeta vivió procesos de descolonización que desintegraron imperios como el británico, el francés, el belga, el alemán y el holandés. La Unión Soviética resultó de una agregación política que culminó con Iván IV, llamado el Terrible, en el siglo XVI. No es extraño que medio milenio más tarde se desagregara parcialmente, incluso contra la voluntad de cerca del 80% de sus integrantes.
Pérdida colosal, pero no irreparable.
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