El neoliberalismo en Chile trasladó a una gran parte de la ciudadanía desde la esfera privada del hogar hacia la polis: las mujeres. La independencia económica que implica tener un trabajo, por más precario que sea, permitió generar un nuevo sujeto político –la mujer pobre– que hoy es protagonista de uno de los movimientos de masas contemporáneos más importantes de América Latina y el mundo. Surgido de las luchas estudiantiles, el movimiento feminista chileno denuncia tanto el patriarcado como el capitalismo, y ha revolucionado la totalidad del escenario político y social.
El denominado "mayo feminista" que estalló en Chile este año traspasó la frontera temporal con manifestaciones que se continúan en este mes de junio, y ya se ha convertido en la movilización feminista más grande de la historia de Chile y en una de las más grandes del mundo. Es todo un acontecimiento en la historia de las luchas sociales, sin duda, pero también en la pelea por la emancipación de las mujeres en Chile y el continente. Se trata de un movimiento que ha sido capaz de hacer mutar el escenario político y social chileno y a sus participantes en su totalidad. Un movimiento que ya ningún actor social o político puede obviar.
Uno de sus aspectos más renovadores ha sido justamente su capacidad de expresar malestares generales que hasta ahora se vivían en la soledad del mercado o del hogar. Es así posible ver el movimiento feminista chileno actual como el momento más agudo y consciente de un conflicto abierto, surgido de la transformación social inmensa que supuso el avance neoliberal en Chile en cuanto al lugar que ocupan las mujeres en la sociedad.
El salvajismo que alcanzó el neoliberalismo chileno destruyó a tal punto la vida y el tejido social que generó la necesidad de las mujeres de generar una defensa. Al mismo tiempo, el grado de desarrollo del propio modelo económico llevaba en sí la semilla de la contradicción material entre las necesidades de una sociedad liberal y una sociedad conservadora: la incesante demanda de mano de obra de un mercado liberalizado sacó a las mujeres del dominio privado del hogar al mercado laboral, y también –gracias a los salarios y diversas posibilidades organizativas que supone el trabajo asalariado– a la esfera pública, ciudadana, de la acción política.
Que vivan los estudiantes
Al igual que en 2011, cuando estallaron las masivas movilizaciones estudiantiles contra la privatización de la educación, ha sido en las universidades (en Chile, en su mayoría masivas, privadas y con fines de lucro) donde se produjo la síntesis de esta contradicción.
El corazón de las movilizaciones de mujeres en Chile es el interés común en una reforma total de la educación pública en clave feminista, la instalación de una educación no sexista a todo nivel, y la denuncia de la precarización de la vida femenina como sustento del crecimiento económico chileno.
Las masas de estudiantes chilenos están compuestas por jóvenes de sectores populares que acceden a la educación terciaria a través del endeudamiento, y en su mayoría son mujeres. En Chile las estudiantes son el combustible principal de un mercado de certificaciones que permiten el ingreso a un mundo laboral altamente profesionalizado y basado en el endeudamiento. Tras décadas de expansión mercantil de la educación superior, este mercado laboral impone bajos salarios a quienes no poseen un título universitario. En Chile hay 750 mil jóvenes, en su mayoría de sectores populares, endeudados con la banca privada para pagar sus estudios. La deuda en promedio es de 9 mil dólares, y puede llegar hasta los 50 mil.
De este modo, las universidades chilenas se han convertido en la experiencia común y escenario del despliegue de diferentes generaciones de feministas; algunas de ellas se movilizan desde la revuelta en la educación secundaria de 2006, y hoy lo hacen como docentes. Ello ha consolidado una lucha por la igualdad en la educación que ha servido de semillero de la sociedad transformada a la que se apunta, y también una defensa de la universidad como espacio que debe transitar hacia la incorporación de las demandas feministas a modo de modelo. De hecho, una de las chispas que encendieron la pradera fue justamente la lucha contra el abuso y el acoso sexual en las universidades, que en los últimos años han resultado en castigos y despidos de académicos a lo largo del país.
Heterogeneidad asumida
Como una anomalía respecto de las rígidas identidades políticas que caracterizaron a la izquierda chilena del siglo pasado, esta nueva fuerza se ha mostrado altamente maleable, asume su heterogeneidad (incluye grupos de orígenes muy diversos: desde movimientos de mujeres pobladoras hasta organizaciones que nacieron de la lucha contra la dictadura) como una fortaleza y es el resultado de un itinerario de resistencia, muy creativo y reflexivo, a las políticas pactadas entre la izquierda y la derecha en la posdictadura.
En un país donde las ideas revolucionarias fueron casi destruidas y lo que quedó ha sido deformado y ninguneado, las feministas de izquierda tenían pocos tótems que respetar. Actualmente su capacidad de movilización es masiva: sólo este año ya han logrado convocar a más de 100 mil manifestantes en al menos tres ocasiones para marchas en la capital, y más de la mitad de las alrededor de 70 universidades chilenas participaron en mayo pasado de las ocupaciones feministas. La masividad alcanzada desde hace algunos años por el movimiento se explica en parte porque mayoritariamente no ha asumido posiciones separatistas o esencialistas, es decir, no excluye a quienes no son mujeres. Al contrario, se ha planteado la integración con los grupos de diversidad sexual, y, no sin roces, con las organizaciones de la izquierda. El movimiento feminista emergido de las franjas sociales más empobrecidas de la sociedad neoliberal (mujeres endeudadas, con trabajos feminizados, mal pagos y precarios) –pero también de los restos de las luchas pasadas– ha sido y se asume como un laboratorio de nueva política para las y los sujetos marginados del ejercicio político impuesto por el Estado subsidiario. Haciendo converger las luchas en el enfrentamiento contra el despojo de las mujeres en una economía de mercado, ha logrado imponerse a todos los niveles de la acción social (a tal punto que hasta el propio presidente, el derechista Sebastián Piñera, se vio obligado a declararse feminista). Cualquier movimiento político en Chile que hoy busque convocar deberá abordar los conflictos que plantean esas mujeres movilizadas.
Huellas recientes
Continuadora de las luchas de resistencia a la dictadura y las de los inicios de la redemocratización en Chile, la reflexión feminista surgida en los ámbitos universitarios durante los últimos diez años adquirió gran relevancia mediática a partir del movimiento social de 2011 por una reforma en la educación. En las revueltas masivas de ese año, las más grandes desde la década de 1980, se instaló en la sociedad la demanda de una "educación pública, gratuita y de calidad". A ésta las organizaciones feministas estudiantiles luego sumaron la de crear una "nueva educación" de carácter no sexista para la verdadera democratización de la educación como derecho universal. Y es que muchas de las dirigentes se formaron en escuelas y universidades que desde 2006 han vivido fuertes cambios culturales, en clave progresista, que han hecho estallar las concepciones tradicionales sobre la sexualidad y el género. Fue basándose en esta experiencia que el feminismo chileno desarrolló dentro del movimiento estudiantil una perspectiva de superación del patriarcado y más tarde apuntó a que –lo que se reconoció como un proceso en marcha– trascendiera las salas de clases y los campus y se proyectara al resto de la sociedad, haciendo propia la defensa de la educación pública junto al movimiento estudiantil.
La reflexión abierta por el feminismo en el ámbito educativo se ocupó tanto de dar visibilidad y legitimación pública a las mujeres como de interpelar desde una perspectiva de género las relaciones, prácticas y producción de conocimiento en las instituciones educativas donde se desplegó, sirviendo de base para el cuestionamiento radical de las históricas estructuras de dominación presentes en las universidades.
La mayoritaria presencia femenina en las universidades de masas no había implicado en ningún sentido una mayor democratización de estos espacios. El efecto que sí tuvo la feminización de la educación terciaria fue la expansión del mercado educativo con la creación de nuevos nichos de la matrícula universitaria que replicaban las formas de segregación existente (por ejemplo, se multiplicaron las universidades especializadas en carreras de profesiones tradicionalmente consideradas "femeninas"). Todo esto generó una disputa concreta y un campo de acción para el feminismo dentro del conflicto estudiantil. En este escenario, la emergencia de una crítica radical a la reproducción de materiales de estudio y actitudes sexistas en las aulas le permitió al movimiento feminista recuperar la idea de derecho a la educación como un mecanismo de defensa e integración social, y también como base indiscutida en la construcción de una sociedad despatriarcalizada. Este proceso de concienciación y construcción política feminista dentro de los campus es visible en la proliferación, en las instituciones, de oficinas de sexualidades y género a partir de 2011, así como también la realización de distintos encuentros nacionales por la educación no sexista, surgidos desde los movimientos, que desde 2014 facilitaron el diálogo entre las diversas corrientes y organizaciones dentro y fuera del espacio educativo.
Un mismo enemigo
A partir de la emergencia en el debate público de este feminismo universitario, facilitado por el contexto de intensa movilización estudiantil abierto en 2011, el movimiento también creció en las calles.
Desde allí ha ido organizando a distintas franjas de mujeres excluidas de la política, con la precarización femenina como denuncia aglutinante. Organizaciones contra la violencia de género, contra el acoso sexual callejero y laboral, a favor de la despenalización del aborto y la legalización de la "píldora del día después", en lucha por la igualdad salarial, y una ley de identidad de género, se encontraron así enfrentadas a un mismo contendor: el orden socioeconómico surgido de la dictadura y perpetuado por gobiernos civiles. Y es que, según el análisis dominante en el movimiento, este orden socioeconómico neoliberal aprovecha las lógicas patriarcales para poder seguir expandiéndose, integrando a la mujer al mundo laboral como trabajadora precaria o controlando su cuerpo, tanto en el trabajo formal como en las tareas asociadas al género en el espacio privado y la reproducción.
La unidad entre estas organizaciones y reivindicaciones se fortaleció en luchas concretas. A la constitución de la Red Chilena Contra la Violencia hacia las Mujeres, en 2004, y la primera marcha contra la violencia de género bajo la consigna "El machismo mata" (en 2008), se sumaron iniciativas que a partir de 2013 declararon una batalla abierta a la prohibición total del aborto, que en Chile se prolongó hasta el año pasado. Esta última lucha supuso un punto de inflexión importante en la masificación del movimiento, que alcanzó su zenit cuando se aprobó una primera ley de aborto que lo legaliza en tres casos (riesgo de vida de la madre, embarazo por violación, e inviabilidad fetal), algo nada menor en Chile. El debate se constituyó como un espacio de diálogo polémico entre grupos más autónomos y más institucionalistas, entre organizaciones del feminismo radical, estudiantil, social y gubernamental.
Sobre esta arena de una lucha feminista tensionada por sus múltiples intereses, orígenes y orientaciones ideológicas, la conformación de la Coordinadora #Niunamenos en Chile (en 2016) fue otro paso adelante en la creación de un espacio de contacto entre las diversidades feministas desde su unificación en las calles. En el marco de una masificación regional inédita de la lucha feminista, se ha dado un proceso singular de diálogo y elaboración entre las "políticas" y las "activistas", iniciándose un nuevo ciclo cuya ambición es la refundación –desde el feminismo– de una nueva izquierda para Chile.
Capitalismo y patriarcado
La reciente tradición crítica y feminista en Chile se apoyó en la experiencia neoliberal del siglo XXI, y la movilización de las mujeres ha ido ofreciendo una nueva reflexión acerca de las relaciones entre capitalismo y patriarcado. Sin que sus líderes principales abandonen la izquierda, han planteado una consecuente revisión de los viejos y monolíticos sesgos ideológicos respecto del trabajo de reproducción y cuidados. Así muchas intelectuales locales han ido elaborando su propia idea sobre las proletarias del Sur del mundo en el siglo XXI. También las principales vanguardias feministas activas en Chile han propuesto una revisión creativa del rol de las mujeres en una política de emancipación de trabajadores, y han analizado la acelerada integración neoliberal femenina al trabajo en su doble y contradictoria dimensión: como un factor inédito en la historia del capitalismo chileno, y como una inmejorable oportunidad para la expansión del feminismo como herramienta de lucha a nivel general; la proletarización de las mujeres facilita el ejercicio de su ciudadanía, por lo que nace así un nuevo sujeto político.
Es en esta clave que los feminismos chilenos convocados por la movilización iniciada el pasado mayo se asumen en general dentro de una tradición de lucha local y global más larga, que sin embargo vuelve sobre su historia en busca de aquellos momentos en que la práctica feminista encausó su acción hacia una teoría unitaria de lucha socialista. Y es en un esfuerzo por inscribirse en esa historia y tradición que se constituye un nuevo sujeto político protagónico en el presente: aquel de las mujeres pobres, que representan el segmento más despojado en un sistema basado en la mercantilización de la vida y la privatización de lo público, en un país donde el mercado de la educación es uno de los proveedores de servicios más grandes y que endeuda a amplias franjas de jóvenes chilenos. Jóvenes estudiantes que en su mayoría, por las condiciones de dependencia tardía a las que están sometidas y por el crecimiento del mercado de las carreras asociadas a las tareas de cuidado –efecto colateral del aumento de la mano de obra femenina–, son mujeres en edad laboral.
Las propuestas sociales, políticas e intelectuales que surgen de este movimiento se han presentado como la posta de relevo del pensamiento propuesto por la "tercera ola" feminista iniciada a fines del siglo XX, pero refundando sus saberes sobre el Chile actual, en tanto ejemplo del futurismo neoliberal. Así, en las semanas pasadas se ha avanzado años en el reconocimiento de las múltiples formas de "ser mujer" dentro de la experiencia capitalista, y en la incorporación de las perspectivas de clase y raza como ejes fundamentales para cualquier construcción de sujeto político para la emancipación. La extendida relectura de feministas latinoamericanas, y en especial de la chilena Julieta Kirkwood Bañados, ha echado luz sobre las escrituras elaboradas en décadas recientes y al calor de movilizaciones sociales contra la brutal y autoritaria conversión económica al neoliberalismo en el Cono Sur. Estas revisiones teóricas otorgan a la izquierda chilena anticapitalista un inédito espacio para la construcción de nuevas identidades que incorporen al feminismo contemporáneo como una modernización de sus preceptos ideológicos y relaciones sociales.
Herencia del ciclo previo de movilizaciones estudiantiles (2001, 2006 y 2011), la fuerza del feminismo contemporáneo chileno es su manifiesta ruptura de la idea conservadora de unidad nacional, a través de una crítica al sistema en su conjunto formulada desde el lugar de la parcialidad; se apunta a la economía neoliberal y a las políticas del Estado subsidiario como mujeres que se asumen agraviadas por la reproducción de la precarización de la vida y la segregación social por igual.
Perspectivas
Ante este despliegue de movilizaciones, el gobierno chileno se vio obligado a actuar, pero respondió con un proyecto de reformas llamado Agenda Mujer, cuyo eje principal es el subsidio a la maternidad, pero únicamente para las mujeres con contratos, no para las que trabajan en negro, que son la mayoría. Las organizaciones feministas y de izquierda retrucaron que se trata en el fondo de un fortalecimiento del Estado subsidiario y de la idea maternal y familiar de las mujeres. Denunciaron la tendencia de estas medidas "pro mujer" a la consolidación de un sujeto femenino funcional para un sistema económico que perpetúa la precarización de la vida de las mujeres en su conjunto.
En este sentido, la mayor movilización feminista en la historia de Chile tiene como desafío no sólo contar su propia historia (impedir que el exitismo neoliberal se la apropie), sino además generar una estrategia política feminista y antineoliberal. En eso radica la potencia de este feminismo del Sur: en su interpelación a la promesa incumplida de la transición democrática y a la crisis de las democracias neoliberales.
El movimiento feminista chileno se plantea a la vez como un producto de la modernización chilena y como su radical crítico. Incluso su verdugo. Retomando y reformando al socialismo como un horizonte colectivo, el feminismo actual representa en la región una nueva y cierta posibilidad de repensar la política y la cotidianidad de nuestras siempre incompletas democracias.
* Carolina Olmedo, historiadora, Centro de Estudios Culturales y Latinoamericanos (Cecla) Universidad de Chile. Luis Thiellemann, historiador, Universidad Finis Terrae.