Entre los días 14 al 17 de julio se reunió en La Habana el XXVIII Foro de Sao Paulo con la participación de unos cien partidos políticos de América Latina. Fueron muchas las intervenciones en defensa de la libertad de Luis Ignacio Lula da Silva, pero también hubo apoyos mayoritarios para Daniel Ortega y su régimen calificado, unos días antes, de autócrata por el ex presiente José Mújica. Precisamente fue la delegación del Frente Amplio de Uruguay quien planteó una posición crítica al régimen de Nicaragua. No obstante, ocurrió lo que cabía esperar de una izquierda que en su mayor parte funciona, en este tipo de crisis, con un marco teórico elaborado, preconcebido, en el que trata de hacer encajar la realidad, independientemente de que los hechos señalen una realidad distinta a la que esa izquierda quiere ver. La defensa de un bloque cerrado se impone a la aceptación de un nuevo fracaso y al ejercicio de una autocrítica necesaria, hasta el punto de doblegar la verdad y someterla.
Fuera del marco del citado Foro, en esos mismo días, otras voces de izquierda, entre las que destacan Marta Harnecker, Boaventura de Sousa Santos, Leonardo Boff, el propio Mújica y hasta el sub comandante Marcos, señalaron a Daniel Ortega como responsable de una brutal represión y calificaron las protestas sociales como una rebelión popular.
En el debate entre posiciones de izquierda quienes apoyan a la pareja Ortega-Murillo argumentan que el regreso de la derecha sería peor o que la lucha contra el neoliberalismo justifica la utilización de cualquier medio, a tal punto que las críticas a lo nuestro se interpretan como un regalo al enemigo. Con frecuencia, la izquierda latinoamericana ha caído en un pragmatismo funcional para defender causas indefendibles sin atreverse a explorar en explicaciones sin trampas que permitan alcanzar el conocimiento objetivo de la realidad Por esa razón, ha tolerado la supresión de la libertad en nombre de la libertad. Y ha tolerado la corrupción y despotismo de algunos sus líderes, por ejemplo de Ortega, en nombre de la necesidad urgente de acceder o mantenerse en el poder. Pero una moralidad que pretenda avanzar hacia el post neoliberalismo no se puede construir a partir del despotismo, la corrupción y la muerte de los adversarios.
El espíritu conservador en la izquierda se manifiesta habitualmente en la incapacidad de cultivar un sentido de la crisis, una atención crítica continuada a lo que sucede en la vida real. Se prefiere obviar los hechos, enmarcarlos en todo caso en un cuadro explicativo unilateral y acrítico, con tal de salvar unas categorías ideológicas y políticas ya obsoletas. Este espíritu conservador no está preparado para depurar legados ideológicos y producir ideas e imágenes más ricas y adecuadas a nuevas situaciones. Convierte lo revolucionario en una pieza arqueológica en lugar de hacer de ello una palanca para, si hace falta, recomenzar de nuevo. Es verdad que la idea de criticar lo propio no tiene una historia muy extensa y la del pensamiento crítico menos todavía, pero las gentes de izquierda necesitamos recorrer un camino que nos libere de camisas de fuerza intelectuales que nosotros mismos hemos construido, mediatizados por nuestros propios temores.
Para quienes defienden a Ortega y Murillo, hagan lo que hagan, una formulación recurrente es la siguiente: "No hay duda que el hecho de criticar a los nuestros no puede sino favorecer el proyecto imperial sobre la región". Es una formulación descorazonadora y lo que es peor, reflejo de un viejo lenguaje y de un pensamiento que ha hecho mucho daño a las izquierdas en su historia. Este espíritu inquisitorial, amenazante al decir "quién actúa fuera de lo nuestro es ya parte del enemigo", debe ser dejado atrás, en ese oscuro pasado a veces fronterizo con el dogmatismo más perverso. Al contrario, en América Latina, como en cualquier parte del mundo, el pensamiento crítico necesita fundarse sobre una visión realista de la sociedad sobre la que se desea actuar. Una visión que incluye el diagnóstico de lo que somos y la crítica de nuestros errores, como condición para reconstruir. Precisamente, el mejor servicio a la derechización del mundo es vivir en la mentira, en la adulteración de la realidad, en el ocultamiento de nuestros errores en la negativa a una autocrítica; en creer de forma errática que defender a los Daniel Ortega que hay por el mundo, es defender lo nuestro, nuestro proyecto libertario.
El pensamiento crítico es un pensamiento de combate. No se acomoda en la costumbre, en la inercia, para terminar diciendo "este líder es un tirano pero es nuestro tirano, y hay que seguir apoyándolo". Pensamiento de combate quiere decir rebelarse para hacer caminos nuevos, no importando que se pierdan privilegios, puestos políticos, ni electorados cautivos. Pero, además, el pensamiento crítico debe ser una herramienta para construir identidades colectivas, mediante la movilización en la calle pero también de las ideas. Identidades construidas no alrededor de una cúpula, de un caudillo, sino desde la relación democrática de base, desde el valor de la multitud que actúa consciente y rechaza la sumisión. Finalmente, el pensamiento crítico tiene toda su fuerza en el rigor con que acomete no sólo la crítica del campo contrario sino que también del campo propio.
Muchas voces de izquierda tienen una opinión anticuada sobre la realidad de Nicaragua. Anticuada porque pertenece a lo que fue, no a lo que es en la actualidad. Es una construcción ideológica la que expresan esas voces, no parten de los datos, más bien los obvia porque sólo así la ideología puede prevalecer. Me da pena, pues la sociedad futura deseable necesita, más que nunca, construirse desde los datos de una realidad viva, sea la que sea.
La grandeza de la izquierda reside en la capacidad de verdad que sepa soportar. Hoy en Nicaragua y desde el 18 de abril, según datos cruzados de diferentes organismos de DDHH son entre 325-350 las personas asesinadas. De ellas un 85% por el régimen y un 15% son policías y paramilitares. El Gobierno de Daniel Ortega tenía y tiene la responsabilidad de velar por la vida de todas ellas, incluso si hubiera señales –que no las hay- de que las protestas obedecieran a directrices violentas. No se puede quitar la vida con la única finalidad de sembrar el terror. Por eso su dimisión debe ser innegociable.
Ortega-Murillo, al igual que el Foro de Sao Paulo hablan de "golpe blando" para justificar la reacción brutal de las fuerzas gubernamentales. El caso es que un hubo un golpe parlamentario y de los jueces en Brasil para eliminar a Dilma Rousseff; hubo golpes parlamentarios en Honduras y Paraguay, para quitar de presidentes a Zelaya y Lugo. Pero, en Nicaragua toda la fuerza está concentrada en el Gobierno. El ejército, la policía y el propio parlamento son fieles a Ortega-Murillo (71 parlamentario de 92). ¿Son los golpistas lo estudiantes? ¿Dónde están y quiénes son? ¿Son las madres que se manifestaron en Managua desafiando a los francotiradores? Qué más quisiera Daniel Ortega que presentar golpistas en los medios de comunicación. Pero no los hay. Otra cosa es que la inteligencia de EEUU trate de aprovechar la ola de la protesta popular para infiltrar su propaganda, pero esto es siempre esperable y no modifica la idea de que el famoso golpe es un invento para dar cobertura a lo que está pasando ahora mismo: la persecución y detención de cientos de jóvenes bajo la acusación de terroristas.
En contraste con la reunión de La Habana, en esos mismos días, José Múgica, ex presidente de Uruguay afirmó: "En Nicaragua gobierna una autocracia". Como se sabe es el régimen político en el que una sola persona gobierna sin someterse a ningún tipo de limitación. Es sinónimo de dictadura. Sus palabras fueron: "Un sueño se desvía, hay una autocracia. Perdieron el sentido de la vida quienes ayer fueron revolucionarios", afirmó en relación a Ortega, y luego pidió que dejara la presidencia de su país. Mucho antes, en agosto de 2008, el escritor Eduardo Galeano, también uruguayo, a propósito del juicio promovido por el gobierno de Daniel Ortega contra el monje y poeta Ernesto Cardenal, escribió: "Toda mi solidaridad para Ernesto Cardenal, gran poeta, espléndida persona, hermano mío del alma, contra esta infame condena de un juez infame al servicio de un infame gobierno". En esos mismos días, José Saramago, calificó a Ortega de indigno de su propio pasado. Al menos en la izquierda también hay voces luminosas.