Dos cuestiones relevantes llaman la atención sobremanera: la primera, que Andrés Manuel López Obrador, Presidente de México, ha afirmado el ya no pertenecerse a sí mismo sino a la nación: su responsabilidad primaria es no fallarle al pueblo de México; "con el pueblo todo, sin el pueblo nada", haciendo alusión a la célebre frase de Benito Juárez. Segundo, que ha asegurado, en repetidas ocasiones, que no usará un cuerpo de seguridad especializado para su protección; que bastará una "ayudantía" de profesionistas, si bien no en las tareas de defensa y resguardo, que contarán con una "capacitación mínima"; una capacitación que, por si ya fuera exagerada, no implicaría el uso de armas.
Resulta imposible no encontrar la contradicción; una que dista de ser trivial para los tiempos que corren: es bien sabido que, tanto conocidos como desconocidos, le han pedido de forma directa, o se han manifestado de alguna manera indirecta, en contra de que no cuente con un cuerpo de seguridad especializado que vele por su integridad física. No obstante, si bien él ha subrayado que no se pertenece a sí mismo sino al pueblo, lo escucha poco, incluso nada, en este aspecto: lo ha ignorado por completo.
En las circunstancias que vive el país, así como por el esfuerzo desplegado para que su movimiento alcanzara la presidencia, un triunfo que, por si fuera poco, no sólo se le debe a él sino a muchos otros entregados a la causa, el no cuidarse de una manera responsable, es decir, de un modo lo suficientemente óptimo como para garantizar su seguridad, se convierte en una traición directa a la patria por las implicaciones de someterse a semejante riesgo. Muerto no le sirve de nada al país: si lo matan, se acabaron las posibilidades de un cambio contundente en favor de la gente: poner en peligro ese "simple" hecho sólo puede calificarse como traición. Hay tanto en juego como para exponerlo de una forma que, por donde se le vea, es, por lo menos, imprudente, temeraria e irracional.
Quien ya no se debe a sí mismo y se le debe al pueblo, tiene la obligación de acatar las exigencias del mismo: ¿quién no ha pensado, cuando se lo ve por ahí, rodeado de gente, sin protección alguna, saludando a todos, lo sencillo que sería asesinarlo?: "¡lo van a matar!", suele leerse con frecuencia al pie de los vídeos en los que se le ve entre la multitud; un pensamiento que ha ido creciendo en nuestras mentes, transformándose en tertulias, discusiones en las redes sociales así como en pláticas entre la familia y los amigos, inclusive entre sus más cercanos, quienes le han pedido, según él dice, actuar en consecuencia de una manera eficaz: negarse a una verdadera seguridad es una franca irresponsabilidad que atenta contra el país. En efecto, ya no se trata de un hombre sino de proteger la investidura nacional, una que le pertenece a nuestra tierra: lo que esto supone es que la decisión no es suya. No se trata de su vida; es la del pueblo.
Su temor es distanciarse de la gente; no obstante, depende qué entienda él por cercanía. Fidel Castro, quien movió a una Revolución de repercusiones mundiales gracias a la cercanía con su pueblo, fue, quizá, uno de los personajes con mayor número de intentos de atentado a lo largo de su vida: más de 600, una cifra que se lee rápido para comprender su significado profundo. Para el comandante, una experiencia en particular lo marcó por su trascendencia; ese momento en el que Castro comprendió por qué no podía estar tan cerca la población… Un día, ya consumada la Revolución, fue a desayunar a una cafetería cualquiera en algún lugar de Cuba, tal como lo haríamos cualquiera de nosotros; pidió, entre otras cosas, una malteada. Cuando se la sirvieron, y estando a punto de dar el primer sorbo, irrumpió desde la cocina un perturbado cocinero impidiendo el hecho: "¡no lo haga!, le he puesto veneno". Le habían pagado por ello y, pese a esto, se arrepintió en lo más hondo en el momento exacto: quien iba a asesinarle, un hombre sencillo del pueblo terminó salvándole, paradójicamente, la vida. A partir de ahí, Fidel comprendió lo incuestionable: el pueblo no es el problema, sino que el pueblo, en tanto compuesto por seres humanos, es falible. Tenía que protegerse si quería consolidar la Revolución que logró codo a codo con los cubanos fieles.
La historia del mundo hubiera sido otra por una malteada, lo cual, debería bastar al Presidente de México para entender, sin sentimentalismos excesivos, que el individuo es corrompible; que México atraviesa por una ola de violencia, así como por una pérdida de valores avasallante, y que, así como Obrador es capaz de comer en cualquier puesto, como cualquiera de nosotros, también se expone a morir por cualquier cosa. El asunto, más que el hecho de que el Presidente sea capaz de andar por allí como toda persona, es que ahora él cuenta con el poder para modificar el camino. Morir asesinado sería una forma tan categórica como absurda de acabar con la posibilidad.
El Presidente de México, que se jacta de conocer la historia, habría de saber que, el asesinarlo, pulula, con plena certeza, en la cabeza de algunos; pero más allá de eso, que bastaría con uno solo… o con una malteada; una gordita; una empanada; un atole; un caldito; un tamal; un cambio de ruta; un alto en el tráfico; un saludo; un autógrafo; un abrazo; una bomba en el avión… y así de irónica terminaría la cuarta transformación. Si es verdad, Presidente, que se le debe a la nación, escúchela: necesita de una seguridad profesional que sepa atender el cometido en caso dado, que no es lo mismo que despilfarrar en una innecesaria Guardia Suiza para su protección, pero que, con un cuerpo de seguridad especializado en su justa medida, se haría una diferencia que hoy puede valerlo todo: hay que ser congruente, se lo debe a México.
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