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Qué decir de Colombia, parte del sueño de nuestro Libertador, del sueño de nuestra América. Del genocidio y el despojo contra los pueblos originarios surgieron oligarquías terratenientes orientadas siempre hacia el comercio desigual con el exterior y nunca hacia el desarrollo interno. El país vecino era el eslabón central del plan geopolítico de Bolívar, que reunía la Capitanía General de Venezuela, Quito y el virreinato de la Nueva Granada en un gran país al cual llamó, a secas, Colombia. Este formidable bloque guardaba en el istmo de Panamá el potencial de una vía que uniera los océanos y por consiguiente dominara el comercio del mundo. El Libertador menciona el proyecto del canal en varios de sus documentos claves, y nombra una comisión para cumplirlo. Las oligarquías locales secesionaron el inmenso bloque; la neogranadina dejó que Estados Unidos la despojara del istmo. Se decía que Colombia era el país más rico de América Latina, porque tenía a Panamá: al separarse ésta, no fueron ricas ni Panamá ni Colombia.
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Actualmente, Colombia es el segundo país con mayor desigualdad social de América Latina, la región más desigual del mundo. 42,5% de los colombianos, 21 millones, vive en pobreza general, y 4,7 millones de ellos, 15,1%, en pobreza extrema; 14,2% están desempleados, 47% subempleados, y 54% de los hogares padecen inseguridad alimentaria. La tasa de analfabetismo para 2017 es de 5,4: gran parte de la educación superior exige costosas y a veces inaccesibles matrículas. El número de emigrantes crece acompasadamente; para 2020 la ONU registra 2.859.032 emigrantes, un 5,7% de la población. Informa Wikipedia que más de seis millones de colombianos, uno de cada diez, viven fuera del país. Según el presidente Nicolás Maduro, no menos de 5,6 millones han ingresado en los últimos años a Venezuela.
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La extrema concentración en pocas manos de la tierra generó una docena de guerras civiles, la más prolongada y cruenta de las cuales arrancó con el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán y la destrucción del centro de Bogotá en 1948. Con intermitencias, la contienda se arrastra hasta nuestros días, con resultados atroces que BBC Mundo totaliza en 220.000 muertos, 25.000 desaparecidos y 30.000 secuestrados. A esta contabilidad macabra el informe Basta ya! Colombia: Memorias de Guerra y Desigualdad, añade 5,7 millones de desplazados. Con el pretexto de que en una zona se desarrollan actividades militares, las autoridades expulsan a todos sus habitantes y los dejan en la indigencia en los caminos o las márgenes de las ciudades. Las tierras así despobladas son transferidas a oligarcas locales o transnacionales agrícolas. Fue el método aplicado en Indonesia después de la masacre de más de medio millón de izquierdistas en 1965. El latifundio aniquila al campesinado.
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En la más prolongada de las guerras de liberación nacional que conocemos, para no ceder un ápice a su pueblo la oligarquía cede todo al hampa y a Estados Unidos. A mediados del pasado siglo, envía contingentes de su ejército a pelear en la Guerra de Corea en apoyo de los yankis. En cumplimiento del Plan Colombia, entrega la soberanía al permitir la instalación de oficinas de la Drug Enforcement Administration y la ocupación por siete bases militares estadounidenses, cuyos efectivos se pretenden inmunes a leyes y tribunales locales. De hecho, todo aeropuerto colombiano es una base militar donde aviones de guerra de Estados Unidos se guarecen, reparan, pertrechan y reponen combustible. El país deviene incongruente socio de la aliada Organización del Tratado del Atlántico Norte. Para protegerse de la insurgencia, la oligarquía gasta lo que jamás hubiera cedido al pueblo. El Ejército nacional crece hasta los 223.150 efectivos; el gasto militar hasta ocupar para 2019 3,15% de su PIB. Al mismo ritmo se incrementan las denuncias de violaciones de derechos humanos: la masacre de Jamundi en 2006, el asesinato de diez mil personas presentadas como falsos positivos… En fin, la agresión se vuelca contra los países vecinos progresistas: la invasión de Ecuador en 2008, el intento de asesinato de Hugo Chávez Frías en 2004, el de Nicolás Maduro en 2019, la invasión mercenaria de Silvercorp en 2020 y la intrusión en Apure en 2021. Colombia deviene brazo armado latinoamericano de la misma potencia que le arrebató Panamá.
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A pesar de su desmesurado crecimiento, el Ejército no se da abasto para contener la insurgencia. La oligarquía crea infinidad de bandas criminales privadas, los paramilitares, que oficialmente no existen y se encargan de las acciones que los cuerpos armados no pueden cometer: eliminación de líderes sociales molestos, exterminio de civiles inermes, desapariciones, torturas, descuartizamientos. Bajo este brazo armado prospera el negocio predilecto de la oligarquía: el cultivo, refinamiento y tráfico de cocaína, de la cual es Colombia primer productor mundial, con 951 toneladas en 2019. Con tal financiamiento, el paramilitarismo penetra todas las tramas sociales, impone alcaldes, congresistas, presidentes, la lúgubre trama conocida como parapolítica.
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El torrente de dinero de la droga y del contrabando de extracción no le basta a la oligarquía. Neoliberal consecuente, otorga exoneraciones y exenciones al gran capital, mientras carga todo el peso de un reajuste financiero sobre los económicamente débiles: intenta recaudar 6.800 millones de dólares con un aumento desproporcionado hasta 19% del recesivo impuesto al valor agregado (IVA), así como del impuesto sobre la renta para los trabajadores. Es la gota que rebosa el vaso. El pueblo responde desde el 28 de abril con un paro nacional, con epicentro en Cali.
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La oligarquía y su gobierno han respondido con una represión brutal que hasta el 7 de mayo acumula cifras de 1.728 episodios de violencia policial, 900 detenciones arbitrarias, 234 casos de violencia física, 11 de violencia sexual, 26 de heridas en los ojos. Para el 10 de mayo ya se reportan 50 asesinatos y más de 500 desaparecidos. Toda rebelión tarde o temprano surte efectos. A cada neoliberal le llega su sábado.