Ejercer el pensamiento complejo a la hora de diseccionar acontecimientos contemporáneos que trastocan el sentido del sistema mundial y la reconfiguración de las relaciones políticas y económicas internacionales, supone irradiar la mirada y hundirla en las dimensiones simbólico/culturales que se tejen en el seno de sus conflictividades, tensiones y disputas por la hegemonía.
De ahí que el actual conflicto ruso/ucraniano tenga costuras cognitivas (https://bit.ly/3tAHZNP), por los dispositivos de control sobre la mente y la metaconciencia en la era de la post-verdad; geopolíticas (https://bit.ly/3Lup11B), ante el reacomodo en la correlación de fuerzas y las disputas por la hegemonía del sistema mundial y el control de su institucionalidad; geoeconómicas (https://bit.ly/38Betj7), por cuanto contribuye a definir la transición a un nuevo patrón de acumulación con su correspondiente sistema monetario y financiero internacional; y geoculturales, por cuanto se posiciona una ideología y una cultura hegemónicas –las europea/estadounidenses, con sus respectivos valores, normas e ideas aceptadas en amplias porciones del sistema mundial– como referentes que incentivan la cancelación de la cultura báltica.
"Por el amor de Dios, este hombre no puede permanecer en el poder", le espetó Joe Biden a Vladimir Putin en su discurso pronunciado en Polonia (26 de marzo), al tiempo que lo acusó de estar "estrangulando la democracia". "Es un carnicero"; "Oh, creo que es un criminal de guerra" (16 de marzo), son otras frases argüidas por el Presidente de los Estados Unidos respecto a su homólogo ruso. A ellas se suman los dichos de la congresista Liz Cheney que señaló en cadena nacional que "Putin es el mal" (https://cbsn.ws/3LFOLrY). Otros personajes públicos como el representante de California, Eric Swalwell, y del estado Arizona, Rubén Gallego, solicitaron la deportación de todos los ciudadanos rusos –principalmente estudiantes– radicados en la Unión Americana (https://bit.ly/3x0BV35). Otros políticos estadounidenses como Adam Kizinger se atrevieron a sugerir el derribo de aviones rusos que transitaran por cielos ucranianos (https://bit.ly/36K7a8c). Por su parte, el Senador Lindsey Graham sugirió que "alguien en Rusia asesine al presidente Putin" (https://bit.ly/3uPnyMy). Bruno Le Maire, Ministro de Economía del gobierno francés, al referirse a las sanciones que pesan sobre Rusia, argumentó en un programa radiofónico que "estamos librando una guerra económica y financiera total contra Rusia", por lo que "provocaremos el colapso de la economía rusa" (https://bit.ly/3uPnDjk).
La cereza del pastel es la vuelta a Hitler en el ejercicio de las comparaciones y paralelismos históricos: "Putin es un nuevo Hitler" (https://bit.ly/3j8ayMv); "la invasión de Ucrania es el equivalente a los ataques de Hitler y Stalin sobre Polonia perpetrados en 1939". El problema con lapidarias frases es que terminan por subsumir y finiquitar toda posibilidad de debate público razonado. Evidencias históricas sólidas al respeto no existen, ni se logra distinguir con estas frases las especificidades y contextos sociohistóricos en que se suscitan hechos distantes en el tiempo. No solo se tira por la borda la relevancia del análisis histórico, sino que se pierde el sentido respecto a la realidad contemporánea. Entonces, cuando los conceptos son vaciados de sustancia, se suele recurrir a ellos como meras muletillas que encubren la ignorancia respecto a los acontecimientos que transitan ante nuestros ojos. En lugar de explicar los hechos, se personaliza algo que se define de antemano como conducta desviada. Se atribuye a rasgos psicológicos lo que, en esencia, tiene dimensiones históricas; y la personalidad encubre las causas profundas de los macro-eventos. Con esa patologización de las decisiones, las culturas europeas/estadounidenses encubren lo que lr endilgan a Putin y les aleja del ejercicio del pensamiento crítico sobre sí mismas.
Sin embargo, ello no se limita a declaraciones que evidencian posturas maniqueistas y descontextualizadas en medio de la guerra cognitiva. El asunto escala a otras dimensiones que afectan a los pueblos y a los ciudadanos de a pie. Creadores y artistas de origen ruso fueron vetados en Europa; el gobierno francés decidió la ruptura de relaciones con institutos culturales rusos; en tanto que Netflix y Disney suspenden sus emisiones y películas en territorio ruso. Por su parte, el 3 de marzo, Nadine Dorries, secretaria de Estado de lo Digital, Cultura, Medios de Comunicación y Deporte del Reino Unido, declaró ante el Parlamento que "la cultura es el tercer frente de la guerra de Ucrania" (https://bbc.in/3NVgqXR). Miquel Iceta, actual Ministro de Cultura y Deportes en España, argumentó también, en una reunión de ministros de cultura de la Unión Europea, que "desde la cultura hemos de unir todas las fuerzas para hacer frente a la barbarie" (https://bit.ly/3NLpyOi).
Valery Gergiev, afamado director de orquestas sinfónicas fue vetado en las más importantes salas de conciertos y teatros del mundo. El Carnegie Hall y la Orquesta Filarmónica de París cancelaron sus conciertos, en tanto el Teatro de la Scala de Milán le rescindió su contrato y fue cesado como director de la Orquesta Filarmónica de Múnich. En tanto que Tugan Sokhiev renunció a la dirección musical del Teatro Bolshoi y de la Orquesta Nacional del Capitole de Toulouse. Mejor fortuna no corrió la afamada soprano Anna Netrebko y el virtuoso pianista Denis Matsuev, al padecer también esos vetos. La razón: no hacer la condena del régimen de Putin tras la invasión de Ucrania y considerarlos portavoces de este gobierno.
Otros artistas jóvenes como el pianista Alexander Malofeev también fue "sancionado" en Canadá al echar para atrás sus próximas presentaciones programadas para el mes de agosto. Pedían que este joven artista relacionara su concierto para desacreditar la invasión de Ucrania.
Se fue más lejos al prohibir en salas de concierto la interpretación de la decimonónica obra sinfónica del compositor ruso Piotr Ilich Tchaikovski (1840-1893) (https://bit.ly/3x6vawK). Mismo trago amargo atraviesan las obras musicales de Ígor Stravinsky (1882-1971) y Dmitri Shostakovich (1906-1975). Mejor destino en estas semanas no corrió la gran tradición literaria rusa. En su momento, la Universidad de Bicocca, radicada en Milán, pretendió cancelar un curso y un ciclo de conferencias a impartir por el catedrático Paolo Nori en torno a la obra de Fyodor Dostoievski (1821-1881). Hubo ciudadanos que fueron más lejos al solicitar el retiro de la estatua dedicada a este escritor ruso en una plaza de la ciudad de Florencia (https://bit.ly/3uNKrzX).
A ello se suma en España la suspensión de las presentaciones del Ballet Bolshoi en el Teatro Real (https://bit.ly/3K6zFLs) y las funciones del Ballet del Teatro Mariinsky en el Festival de Peralada. Así como el anuncio del Museo Hermitage radicado en Ámsterdam para cesar sus relaciones con el mismo museo radicado en San Petersburgo. O bien, el retiro de la cartelera de la Filmoteca de Andalucía de la película Solaris, dirigida por Andrei Tarkovski (1932-1986).
El maniqueismo instaló en esta cultura de la cancelación una ley del "ellos o nosotros", desplazando las posibilidades que abre la sensibilidad artística para enaltecer un urgente grito de "ellos y nosotros". Entonces el arte no se usa para sensibilizar a las audiencias, ni como una praxis que emerge de la reivindicación de la creatividad y la dignidad humana, sino como un arma de destrucción masiva en medio de un conflicto geopolítico. Es el triunfo, una vez más, de la xenofobia y del pensamiento simplista.
Con estas decisiones, a los públicos se les envía el mensaje de que tienen que discriminar y elegir entre una civilización y otra, rompiendo toda posibilidad de conciliación y de hacer del arte un mecanismo de la paz. El boicot artístico se impone a las posibilidades de fraternidad que puede abrir la praxis artística. A su vez, se ignora la manera en que se trunca la vida personal y profesional de estos artistas ante eventos históricos de los cuales ellos no son, ni de lejos, responsables.
Lo que tendría que ser una censura y repudio a las élites políticas y a las oligarquías rusas beneficiarias con la invasión a Ucrania, se volcó hacia la misma civilización rusa encarnada en artistas, músicos y deportistas que padecen la estigmatización y la segregación. En el fondo de estas decisiones unilaterales se traslucen actitudes represoras, sectarias y discriminatorias. A su vez, son obviadas e ignoradas las muestras de oposición de artistas rusos ante la invasión; por ejemplo, el manifiesto firmado por varios músicos, actores y por Vladímir Urin y Valery Fokin, en tanto directores de los teatros Bolshói de Moscú y Alexandrinsky de San Petersburgo. Por su parte, el artista Kirill Savchenkov renunció a su participación en el pabellón ruso para la 59ª edición de la Bienal de Venecia a inaugurarse el próximo 23 de abril. Elena Kovalskaya renunció también como directora del teatro estatal Meyerhold de Moscú en señal de protesta contra los ataques a Ucrania.
La cultura de la cancelación también se expresa en otros ámbitos: el Festival de Eurovisión dejó fuera a Rusia de sus concursos durante el presente año. Mismo camino adoptó la UEFA al retirar la final de la Liga de Campeones de Europa de la ciudad de San Petersburgo. O la descalificación por parte de la FIFA respecto a la selección de fútbol de Rusia con miras a que no participe más en las eliminatorias mundialistas. El Comité Olímpico Internacional también aplicó sanciones a deportistas rusos para excluirlos de competencias internacionales (https://bit.ly/3J4Rzx1). Vamos –haciendo un paréntesis en este recuento y análisis–, hasta la Federación Internacional de Felinos se sumó a la rusofobia al vetar a los gatos rusos en competencias donde éstos participan; al tiempo que prohibió la importancia de pedigrí de gatos criados en el país báltico (https://bit.ly/3KiQ2EM).
Es así como la geocultura maniqueista se instala en el ámbito de las relaciones políticas y económicas internacionales; al tiempo que se condicionan recíprocamente, confundiendo sus fronteras y extendiendo sus efectos nocivos sobre el mismo pueblo ruso y sus talentos artísticos y deportivos. La dimensión geocultural se entrelaza con la coordenada ruso/ucraniana que configura un nuevo orden mundial. De ahí la importancia de recurrir al pensamiento complejo para socavar al maniqueísmo simplista que pretende ocultar el hecho de que en el conflicto ruso/ucraniano se está perfilando la continuación de la transición a un nuevo patrón energético, al tiempo que se encubre la crisis sistémica y ecosocietal acelerada con la pandemia del Covid-19 (https://bit.ly/3l9rJfX). Más todavía: es invisibilizada la esclerosis del sistema financiero y monetario internacional con sus deudas que ascienden a 2 mil billones de dólares por obra y gracia de la especulación de la economía de la ficción que ello entraña. No menos importante es la hipocresía y la indignación que suscitan la invasión de Ucrania y los millones de refugiados que escapan de la zona del conflicto, cuando se aplica un trato discriminatorio a otros refugiados que llegan a las fronteras y sociedades europeas (https://bit.ly/3LHJHmP); o bien, se hace caso omiso o son silenciados y encubiertos –al no despertar indignación mundial– los dos millones de palestinos que están en una prisión a cielo abierto en Gaza (https://bit.ly/3ucyMeQ), o el millón de refugiados rohingyas que escaparon de Myanmar y que se encuentran desplazados por la violencia y en condiciones infrahumanas en Bangladesh (https://bit.ly/3LK2XzV).
Lo que en última instancia subyace en esta dimensión geocultural que se entrelaza con el conflicto ruso/ucraniano es una confrontación de ideologías en torno al capitalismo y sus formas de organización: por un lado, la anglosajona con la sumisión de la Unión Europea, que pretende evitar el naufragio de un modelo económico ultra-liberal, rentista, financiero y globalista; y, por otro, un modelo nacionalista conservador nucleado en torno a China y Rusia, que apuesta a la base material de la economía, y que pretende distanciarse del sistema monetario gestado tras la Segunda Gran Guerra. De ahí que no solo se juegue el destino de Ucrania, sino del mismo capitalismo y el rumbo que tomarán sus procesos de reconfiguración a escala planetaria.