Para el capitalismo (o liberalismo, como muchos también lo definen), los únicos balances válidos son los contables. Más allá de eso poco importa si la extracción intensiva de minerales, los desechos industriales vertidos en mares y ríos y la emanación descontrolada de dióxido y monóxido de carbono dañan el ecosistema y la salud de los seres humanos alrededor del planeta; además de otras desastrosas consecuencias sociales. Las megacorporaciones transnacionales, especialmente las financieras, están motivadas sólo por el logro ambicioso de grandes ganancias en el más corto plazo posible. No estará demás afirmar que las bases de tales ganancias son la plusvalía generada por los trabajadores asalariados (indistintamente de su nivel profesional o no) y la desposesión de territorios ocupados ancestralmente por pueblos originarios y campesinos, contando para ello con la complicidad de gobiernos corruptos y complacientes. Entre las últimas décadas del siglo pasado y las primeras décadas del siglo presente, las grandes compañías europeas y norteamericanas han obtenido beneficios económicos que superan con creces el presupuesto anual de varias naciones, lo que ha incrementado la brecha existente entre ricos y pobres, tanto en lo que respecta a clases sociales como a la división Norte-Sur.
En medio de esto, la guerra ha cumplido una función fundamental en el crecimiento y la vigencia del capitalismo. Ningún conflicto entre naciones, por muy justificado que parezca, está al margen de los intereses de los grandes consorcios que dominan el mercado capitalista. Son estos quienes están detrás de la carrera armamentista, generándoles pingües ganancias, armando por igual a gobiernos y grupos terroristas o irregulares, sin reparar en cuestiones éticas y morales. Además de esto, se benefician con la usurpación y explotación de los territorios que son escenarios de estas guerras, como sucedió con Iraq, Libia y algunas naciones africanas, ricas en recursos energéticos y minerales estratégicos; en muchas ocasiones, generadas por la industria ideológica a su servicio.
Las grandes corporaciones transnacionales tienen como objetivo regentar enclaves estratégicos en todo el mundo. Su pretensión de dominio absoluto contempla el monopolio de las nuevas tecnologías; de los flujos financieros; del acceso a los recursos naturales de cada continente; de los medios de comunicación, tradicionales y emergentes; y de las armas de destrucción masiva, las cuales son negadas al resto de los países, pero que se mantienen en manos de aquellos que sí han provocado guerras y destrucción para conservar su estatus imperial o hegemónico. Todo esto no sería, entonces, más que un totalitarismo global frente al cual cualquier derecho de los pueblos representaría una grave amenaza que tendría que ser erradicada, apelando a toda estrategia, sin importar la legalidad, la ética y la moral con que debiera actuarse. Al respecto, sobran los ejemplos. Ahora más cuando cuenta con un poder militar de alcance mundial, poseedora de adelantos tecnológicos que, salvo Rusia, China e Irán, no poseen las demás naciones: la OTAN. Además de la fuerza militar, se impone una extraterritorialidad de medidas que persiguen obligar a los gobiernos considerados hostiles o forajidos a ajustarse a sus intereses y a su concepción particular de «democracia».
Ana Esther Ceceña, coordinadora del Observatorio Latinoamericano de Geopolítica, sostiene que, a pesar del nivel de guerra, opresión y de represión que se observa a escala global, surgen cada día nuevas y diversas formas de resistencia al capitalismo y su régimen disciplinador. «Es por esa obscena concentración de riqueza y poder que los desposeídos del mundo multiplican sus estrategias de escape y resistencia. Es decir, las condiciones actuales pueden ser percibidas como de guerra total contra la totalidad del mundo, pero simultáneamente como de insustentabilidad e ilegitimidad sistémica, de insubordinación». En tal contexto, la guerra es, actualmente, como lo fue en el siglo XX, uno de los soportes principales, de la economía globalizada. Ella garantiza que las grandes corporaciones transnacionales obtengan y conserven la acumulación y altos márgenes de ganancia, las posibilidades de inversión en cada nación y el necesario control de los mercados y materias primas; lo cual debe cuestionarse en todo momento, al margen de cualquier prejuicio o argumento que se esgrima para justificar sus acciones en contra de los pueblos del mundo.